Una red colosal de seda y supervivencia en la penumbra eterna: científicos descubren la mayor telaraña del mundo en una caverna sulfurosa, donde dos especies de arañas comunes desafían sus instintos y se vuelven sociales.
En la frontera montañosa entre Grecia y Albania, la naturaleza ha tejido una obra que parece salida de un sueño lúgubre o de un relato mítico.
Allí, en lo más profundo de la llamada Cueva del Azufre, se despliega lo que podría ser la telaraña más grande jamás registrada: una red colonial de más de 111.000 arañas que viven en una oscuridad absoluta, sostenidas por los vapores sulfúricos de un ecosistema casi extraterrestre.
Este hallazgo, descrito por científicos en un artículo publicado el 17 de octubre en la revista Subterranean Biology, ha revelado una organización social inesperada en dos especies de arañas conocidas por su vida solitaria.
La telaraña, una maraña de hilos entrelazados como un tapiz fantasmal, cubre aproximadamente 106 metros cuadrados (una superficie mayor que una cancha de tenis) en un pasaje estrecho y de techo bajo, donde la luz jamás ha alcanzado.
Dos especies
Lo que hace verdaderamente extraordinaria a esta telaraña no es solo su tamaño, sino el hecho de que fue construida en conjunto por dos especies que hasta ahora no se consideraban sociales: Tegenaria domestica (la araña doméstica del embudo) y Prinerigone vagans.
El ecosistema subterráneo donde prosperan estas arañas es un entorno de condiciones extremas: la Cueva del Azufrese formó por la acción del ácido sulfúrico producido a partir de la oxidación del sulfuro de hidrógeno presente en el agua subterránea.
Aunque el estudio científico es reciente, la existencia de la telaraña fue registrada por primera vez en 2022 por espeleólogos checos durante una expedición al cañón de Vromoner. Solo dos años más tarde, el equipo de Urák regresó al lugar para recolectar muestras que revelaron la magnitud del hallazgo.
Los análisis moleculares no solo confirmaron las especies presentes en la colonia, sino que también demostraron que los individuos que habitan la cueva poseen diferencias genéticas sustanciales respecto a sus parientes del exterior. Según los investigadores, esta divergencia apunta a una adaptación profunda al entorno cavernoso: un hábitat sin luz, con atmósfera tóxica y recursos limitados, donde la colaboración parece haber sustituido la competencia.
El comportamiento cooperativo entre T. domestica y P. vagans resulta tan inesperado como fascinante. En ambientes normales, las arañas del embudo tienden a cazar a especies más pequeñas, como P. vagans. Pero en este rincón oscuro del mundo, esa agresividad parece haberse extinguido. La hipótesis de los científicos es que la ausencia de luz reduce la percepción visual de las arañas, disminuyendo así las conductas predatorias entre especies.
En lugar de alimentarse entre ellas, estas arañas han encontrado una fuente de alimento constante: dípteros no picadores (moscas pequeñas) que se nutren de biofilms microbianos, capas blancas y gelatinosas producidas por bacterias que se alimentan del azufre del ambiente. A través de este curioso ciclo trófico, las arañas se integran en una cadena alimenticia en la que lo visible y lo invisible se entrelazan en una danza química.
La conservación de esta singular colonia supone un reto geográfico y político: la cueva se halla justo en la línea que divide dos naciones, lo que podría complicar futuras investigaciones o planes de protección. No obstante, el equipo ya trabaja en una segunda publicación para revelar más secretos de este ecosistema encapsulado en oscuridad y azufre, como una cápsula del tiempo biológica que aún guarda misterios por desentrañar.
