Opinión

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De oculta a inmortal


Por Cynthia Wila (*)

La llamaron Eva María. Había vivido una infancia solitaria; sufría en silencio el desprecio de la gente por ser hija ilegítima de un estanciero que tenía mujer y críos en otra parte. Era la época cruel donde los hijos nacidos fuera del matrimonio se los consideraba bastardos. Ella no fue reconocida por su padre, y con eso, una marca de dolor se clavó como un puñal en su alma para siempre. Desde pequeña le negaron lo más valioso que puede tener alguien: su nombre propio. Creció taciturna, despreciada, llena de miedos. Sin embargo, había en ella una fuerza inconsciente, heredada -quizás- de una madre que no se dejó abatir por la desventura, que luchó sola, pedaleando sin descanso una máquina de coser para darle alimento a su familia. Y como las herencias plantan semilla para diseñar el camino de la vida, en la joven brotó una osadía sin límite, que la impulsaría primero a salir de su tierra para alcanzar la gran ciudad, y luego a conquistar una nación y transformarse en leyenda.

El anhelo de ser actriz la llevó hasta la capital. Un anhelo que, en realidad, llevaba oculto un deseo mucho más potente, aquel que le habían negado de pequeña: el de ser reconocida, nombrada, el de ser vista y escuchada, en definitiva: el deseo de ser alguien. ¿Qué mejor que ser actriz para que la miraran, la nombraran, y la quisieran?. Y así lo hizo. Soportó humillaciones, tomó mate viejo para calmar el hambre y no se dio por vencida. Además, esa tenacidad irrefrenable estaba acompañada de una belleza poco común. En medio de una piel blanca, se fijaba una mirada negra que ella aprendió a usar como arma de combate. Primero para enfrentar al mundo, y luego para seducir.

Al cabo de unos años logró varios contratos en el ambiente artístico; su rostro aparecía en las revistas y muchos hombres comenzaron a estar cerca para conquistarla. Pero el azar jugó sus cartas. A principios de 1944, la ciudad de San Juan terminó en ruinas producto de un terremoto que convirtió los hogares en tragedia. Y como a veces el drama abre una grieta por donde se desliza un milagro, Eva se cruzó con un coronel inmenso, moreno, de sonrisa perfecta, que se llenó de sensualidad apenas la vio llegar. «Es blanca como la nieve del Sur», pensó él de inmediato, aquel lugar patagónico donde había crecido feliz. Era liviana, enigmática y original, nada común para la época, donde las mujeres debían ser sumisas, estar en la casa y criar hijos.

Desde ese momento, no pudieron soltarse. Se amaron con desenfreno, llevándose por delante las críticas feroces de la alta sociedad, de la cúpula castrense y de la Iglesia. Y fueron contra todos. Ella encontró en él al caballero de un cuento que le entregó el nombre que le faltaba, el reconocimiento que tanto había buscado. Es decir: el amor. Dejó de ser «Eva María» para ser María Eva Duarte de Perón. A cambio, le devolvió la pasión que Juan había perdido en el Colegio Militar, regido por maestros prusianos que ponían en paréntesis las emociones. Con Eva, él volvió a ser aquel joven sensible que había aprendido de su padre que el gaucho Martín Fierro era, en realidad, parte de su propia novela familiar.

Ambos se entregaron «tesoros» perdidos o anhelados. Y eso provocó una bravura sin límites, la que genera la pasión desenfrenada, en donde se termina poniendo el cuerpo hasta el final. «La vida por Perón», decía Eva. Una ofrenda tan amorosa como cruel, porque la pasión sin frenos puede hacer mucho daño, incluso causar la muerte. «La vida por Perón», repetía a cada instante. Y así lo hizo. Dio la vida por él, y por el pueblo. Un pueblo agradecido que, por fin, cumplió su sueño y le entregó un nombre inmortal: Evita. Un nombre que los humildes llevarían como bandera a la victoria.

(*) Abogada y psicóloga. Autora del libro «Juan y Eva», una novela histórica sobre un amor con destino de leyenda.