Por Juan Battaleme- Secretario académico del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI); profesor de Relaciones Internacionales UCEMA/UBA.
La guerra de Ucrania ha puesto a Joseph Biden en un momento crucial de su carrera política. Con cada una de las decisiones que realice -ya sea en coordinación con el resto de los miembros de la OTAN o en soledad- para afectar el resultado en el campo de batalla estará definiendo el legado de su presidencia.
Con una larga trayectoria e incidencia en los asuntos mundiales, este líder ha sido uno de los arquitectos de la política de contención a la U.R.S.S. durante la Guerra Fría; reorientó a la administración Obama en su política hacia Afganistán, moviéndose de la contrainsurgencia al contraterrorismo; y diseñó el plan de retiro de tropas de Irak, replegando 150 mil hombres de ese país, corrigiendo de esta manera el complejo legado heredado de la administración Bush.
Biden no puede ser considerado un apaciguador, ni tampoco un apostador imprudente. Por el contrario, en el pináculo de vida política, pero en el ocaso de su vida personal, es el responsable de ejecutar un balance complejo: la combinación de su mirada liberal del mundo, con los limitantes estructurales existentes, comprendiendo que de dicha mixtura emergerán los próximos 10 años de política internacional.
Resulta relativamente claro para un observador externo que la guerra de Ucrania la están librando hombres y mujeres de ese país con el apoyo explícito de Occidente. Ese apoyo debe ser provisto de forma tal de no provocar una guerra real entre Rusia y la OTAN, ya que estaríamos a las puertas de una tragedia mayor.
Lamentablemente ese fino equilibrio parece estar a punto de romperse.
Aun cuando Biden como vicepresidente cargó con el estigma de haber respondido de forma lenta cuando se produjo la anexión de Crimea, pocos recabaron en el hecho de que fuera el principal impulsor y defensor de la política de asistir a Ucrania en el plano militar.
De esta forma, defendió el re-equipamiento y entrenamiento a las FF.AA. ucranianas, brindándole los medios necesarios para que puedan defenderse a partir de lo aprendido en el conflicto de 2014. Al equipamiento sumó el entrenamiento en base a la experiencia obtenida de los años de guerra de resistencia que la OTAN y EE.UU. aprendieron en los campos de batalla de Irak y Afganistán.
Él fue el encargado de monitorear los recursos que se destinaron a la defensa de ese país y que al momento del inicio del conflicto eran cercanos a US$ 4.600 millones de ayuda directa en materia de equipamiento militar. La segunda medida que se decidió, pero que comenzó a tomar forma en 2017, fue asignar unos US$ 3.000 millones en prestamos para poder modernizar la infraestructura digital del país; al hacer esto, pudieron probar varias medidas defensivas, entre ellas brindar una capacidad de resiliencia a la infraestructura digital, la cual era atacada desde 2015. En este sentido, Ucrania se transformó en un campo donde se probaron posibles defensas cibernéticas frente una Rusia que se había vuelto cada vez más asertiva.
Estas dos medidas y el relativo acompañamiento que hizo la administración Trump ayudaron a generar -en terreno ucraniano- la estrategia que terminó por obligar a Rusia a reevaluar su campaña militar: ha brindado las armas y la conectividad suficiente para pelear siguiendo los principios de la guerra de desgaste, frente a un avance ruso que se suponía sería veloz y contundente: resistir, desgastar y sobretodo quedar en pie, y en simultáneo no desconectarse de Occidente, desarrollando una épica conmovedora de resistencia y heroísmo que permitiera demostrar una voluntad de oposición clara a los designios de Vladimir Putin.
A una guerra híbrida planteada en carácter ofensivo, debía pensarse en cómo llevar a cabo una de características similares, pero de carácter defensivo. Eso tuvo un alto costo en material ruso y un exorbitante costo en vidas civiles ucranianas. Logrado el objetivo inicial de obstaculizar a Rusia en su estrategia de victoria rápida, la administración Biden debe comenzar una serie de decisiones más difíciles de sostener, como parte de esta nueva etapa de la campaña.
Entre ellas, la decisión de: 1) entrenar soldados ucranianos en Estados Unidos, 2) la provisión de equipamiento «pesado» (tanques, piezas de artillería, vehículos de asalto, etcétera). Esto demuestra que más allá de la épica del tractor, existen indicios que muestran que el equipamiento militar de ese país ha sido fuertemente afectado y que las posibilidades de recuperar territorio en el este y en el sur a manos de Rusia parece una posibilidad lejana.
Rusia, además, está decidida a entrar en la estrategia de guerra de desgaste, la cual está definida básicamente por fuerza bruta. La decisión de equipar con armamento ofensivo a Ucrania, sumado a la explícita voluntad de Finlandia de incorporarse a la OTAN, le dan una nueva significación al conflicto armado.
Biden enfrenta opciones que en estas tierras podrían ser definidas como elegir entre lo malo y lo peor. Dado que Putin no puede ganar, aunque sí puede provocar un tremendo sufrimiento a los ciudadanos de Ucrania, y Volodímir Zelenski no está en condiciones de desalojar a los rusos de Ucrania, pero sí provocarles un daño sostenido como el hundimiento del crucero Moskva (Moscú), no hay un espacio de compromiso posible entre ambos adversarios. Transformada esta situación en una confrontación con Occidente, estamos en un camino que puede crear una crisis similar a la de 1962 debido a lo que se conoce como chantaje nuclear.
Sin embargo, las alternativas a esto tampoco son buenas: permitir una victoria de Rusia en Ucrania crearía las condiciones para una crisis masiva de reputación y prestigio para la OTAN; la tercera opción que supone mantener un conflicto congelado por largo tiempo será tratado con el paso del tiempo como una victoria de Putin y con la posibilidad de iniciar la contienda cuando él o su sucesión lo desee. Lejos de terminar, el conflicto de Ucrania está dejando a todos los actores en una situación cada vez peor.