Las experiencias que Ana Sicilia, Luciana De Mello, María Elvira Woinilowicz y Elsa Drucaroff motorizaron en las cárceles argentinas demuestran hasta qué punto el acceso a la literatura puede ser también una puerta a la libertad
Los libros, la literatura y las lecturas se despliegan como espacios liberadores y catárticos, ofreciendo diferentes prismas, a veces impensados, en contextos de encierro, con proyectos como el que lleva adelante la periodista Ana Sicilia, «Libros en los pabellones» que reparte ejemplares a personas privadas de su libertad en cárceles de todo el territorio argentino, los talleres literarios que fundaron Luciana De Mello y María Elvira Woinilowicz en Devoto o las clases que dictaba la escritora Elsa Drucaroff en el Centro Universitario de Ezeiza, como parte de la carrera de Letras de la UBA.
Hace cuatro años que la periodista Ana Sicilia, lectora asidua en la biblioteca de su natal Adrogué y comunicadora social por la Universidad de Quilmes, comenzó a transitar las cárceles bonaerenses para llevar libros, ejemplares entregados en mano a las personas privadas de su libertad, una iniciativa que apunta a descentralizar las bibliotecas -a ponderar la calidad por sobre la cantidad- y que este año se extendió a varias provincias de la Argentina.
“Empecé como tallerista en la Unidad 9 de La Plata. En el tercer encuentro les dije a los chicos ‘si queremos seguir escribiendo y nutrirnos tenemos que tener una biblioteca acá’. La respuesta siempre es: biblioteca hay en todas las cárceles. Pero ¿con qué libros? ¿y el acceso? Están en el colegio de la unidad, o en la otra punta y no siempre te abren el candadito para que puedas acceder en cualquier momento. Pedí donaciones y armamos nuestra propia biblioteca en el salón para tenerla a mano. Ahí se abrió sin querer el primer paso de lo que después sería Libros en los Pabellones”, cuenta Sicilia en diálogo con Télam.
Una convocatoria vía Twitter provocó en aquel entonces un aluvión de donaciones -que siguen al día de hoy- y que Sicilia comenzó a cargar de manera laboriosa en su auto y llevar a los penales: “Al tiempito me llamaron de la unidad 43 de González Catán para que arme lo mismo. Al mes, otra más en el pabellón de máxima seguridad. Y esta tercera biblioteca es móvil, la hicieron los internos en el taller de carpintería, y le pusieron mi nombre. Fue con esa tercera biblioteca que se abrió este camino con más potencia porque claramente hay que descentralizar la biblioteca. El libro tiene que estar en el pabellón y la lectura en las celdas”, enfatiza la periodista.
“Ya perdí la cuenta de las bibliotecas que armamos en los pabellones. El último ingreso fue a la unidad 6 de Rawson y vino un interno a pedirme puntualmente si tenía algo de Maquiavelo. A veces hay algún que otro pedido especial y en el siguiente ingreso siempre los llevo. Otra vez un interno de Olmos me dijo que le gustaba Gabriel Rolón. Así de diversa puede resultar la biblioteca”, relata Sicilia sobre sus envíos que incluye biografías, cuentos, ficción, novelas, bestseller, autores tradicionales, autoayuda o historia argentina.
Por momentos parece difícil desarmar los estereotipos, la imaginería, anclada a lo que son o cómo son por dentro las cárceles, o mejor, los contextos de encierro. “Es un lugar poco transitado, con muchos prejuicios. Las industrias culturales, las series, quizás solo agarran una arista, la espectacularizan y se quedan con eso. ¿Y todo esto otro que transitamos cientos de talleristas? ¿por qué nadie muestra ese otro recorrido? Esas ganas de reinserción de muchos y muchas”, se pregunta la creadora de «Libros en los pabellones».
“Claramente es un negocio robusto. Si se termina y se reinsertan, las cárceles se van vaciando y a alguien se le achica la caja. Desde el primer peronismo, de Evita y Perón, que un presidente no entra a una cárcel. ¿Por qué nadie está mirando a las cárceles? ¿Por qué la política no llegó ahí? Es un negocio que beneficia a unos pocos, todavía no sabemos a quién, pero nadie se mete con estos”, enfatiza la periodista.
En el marco de un cuento de ficción, todos los criminales del país se reúnen en un estadio de fútbol. Es una suerte de convención o congreso. Uno de los malhechores levanta la voz y se hace oír entre tantos murmullos: “Vamos a hacer una huelga”, dispara. ¿Cuánta gente vive del crimen? ¿Qué pasaría si deja de existir? ¿Cuántos se quedarían sin trabajo, sin dinero y sin ingresos? Así transcurría el cuento que buscaba explicar cuántos viven del crimen, creado por un alumno del taller del Centro Universitario de la cárcel de Devoto, que dictaba la escritora Luciana De Mello junto con María Elvira Woinilowicz.
En ese entonces la carrera de Letras comenzaba a funcionar dentro de Devoto y no existía aún un espacio de lectura y escritura que no fuera una materia de la cursada: “A través del área de extensión de UBA XXII presentamos un proyecto que en principio pensamos solo iba a ser de lectura. Llevamos una consigna de escritura pensando que tal vez no se iban a animar. Fue hermoso lo que sucedió. El segundo año se hizo abierto a toda la comunidad carcelaria. Aunque decir taller de escritura y lectura queda corto para describir lo que sucedía ahí”, dice a Télam Luciana de Mello.
Según la autora de la novela “Mandinga de amor”, ya sea un cuento, una crónica, un artículo de Rodolfo Walsh, “El padre” de Antonio Dal Masetto o «La metamorfosis» de Kafka, “lo que se lee dentro de la cárcel está completamente atravesado por las condiciones de vida, de producción y de lectura que se dan en ese contexto. Los textos que escriben a partir de eso son explosivos, son bombas molotov. Material inflamable. Salían cosas de urgencia, de un lugar muy visceral y de una necesidad de comunicar y de entablar diálogos con esa lectura que llevamos”.
“Después de tantos años de universidad, de leer con cierto canon, desde una ‘blanquitud académica’ tuvimos que tratar de encontrar nuevos lentes para leer un material que no se puede leer con la teoría que traíamos. Cuando leímos ‘El juguete rabioso’ de Roberto Arlt los alumnos del penal hicieron un análisis del título que nunca antes escuché en la cátedra de literatura argentina. Una cosa es leer en una clase de Puán y otra siendo un sujeto -porque ahí si sos sujeto, no sos individuo- del Estado”, reflexiona De Mello.
Otro de sus alumnos, que firma sus textos con el seudónimo Waikiki y que ya publicó dos libros, escribió un cuento titulado «Caminito a la cárcel», acerca de un caminito invisible trazado desde la puerta de su casa del barrio que nacieron hasta la cárcel, “como un destino, del cual es muy difícil escapar o salir”, explica la escritora y docente.
“Hay una idea preconcebida de lo que es la cárcel, sigue siendo un tabú, un agujero negro en la culpa y en lo monstruoso de la sociedad, ponemos ahí eso que no miramos, no revisamos y no queremos saber porque podemos encontrar lo que despreciamos de nosotros mismos y de nuestra sociedad”, señala De Mello.
Y añade: “Es un lava conciencia pensar que están ahí porque ‘no pueden convivir con nosotros’, porque ‘van por el lado oscuro de la vida’. No digo que la cárcel sea un lugar paradisíaco ni mucho menos, nadie quiere estar ahí adentro. Digo que no son lugares que tengan como objetivo hacer crecer a un ser humano, hacerle ver a sus errores; es simplemente un depositario de problemas, de un problema que no está ahí adentro, que tienen que ver con el sistema judicial corrupto, con la política corrupta, con la policía corrupta, es solo una parte del engranaje, que alimenta a muchísima gente”.
Escritora y ensayista, Elsa Drucaroff, dio un seminario de escritura y ficción como docente de la carrera de Letras del Centro Universitario Ezeiza (CUE), en el Complejo Penitenciario Federal IV de Mujeres, en donde encontró una motivación extrema y conmovedora: “Las internas absorbían saberes con avidez y necesitaban constantemente preguntar, chequear, aplicándolos a sus propias experiencias. No hubo una sola lectura en la que ellas no trajeran en sus comentarios las situaciones que vivían. Escribían cuentos con estas situaciones, algunos con mucho humor y con mucha creatividad, en todos los casos traían obsesivamente diría su situación de encierro”, cuenta la autora de «La patria de las mujeres» y «El infierno prometido».
“Las estudiantes estaban entusiasmadas y valoraban cada palabra, cada cosa que recibían. Esperaban las clases. Aprendieron mucho y se esforzaron mucho. Hubo además otra cosa muy impactante para mí, fui decidida a no preguntar por qué estaban presas pero el tema apareció espontáneamente, ellas lo sacaron. Y una me dijo: ‘estar acá es algo que le puede pasar a cualquiera’. Y entendí que tiene razón. Podés quedar enganchada por descuido, ignorancia, falta de desconfianza, manipulaciones varias”, razona Drucaroff sobre lo que fue para ella “el descubrimiento más shockeante”.
“Las internas y sé que también los internos son hiper explotados en las cárceles. Tienen la obligación de trabajar, lo que no estaría en principio mal, pero el modo y el monto en que se les paga están cercanos a la esclavitud. Pero además se les descontaban todas las horas en que faltaban para asistir a clases, si estaban en la enfermería con fiebre, no había excepción alguna permitida. Con sus magros ingresos tienen que comprar hasta el champú que usan en la ducha. Mis estudiantes fabricaban muebles, hacían pastelería, tenían obligatoriamente que aprender un oficio entre lo que se les ofrecía y fabricaban productos que, tengo entendido, los comercializa una cooperativa relacionada con el personal penitenciario, pero en todo caso ellas no ven un centavo de eso”, relata la escritora.
De vuelta a las lecturas y textos, la autora argentina sostiene que “siempre estudiar es una herramienta de transformación social pero cuanto más el estudio logra imbricarse con la crítica de la propia experiencia, más transformador es. Y esto en las cárceles es inevitable, por eso los centros universitarios de las cárceles argentinas son tan profundamente odiados por el sistema carcelario”, concluye.