Por Diego Añaños
Por Diego Añaños
El Fondo Monetario Internacional dejó deslizar públicamente el que parece ser, al menos hasta ahora, el único requisito que le exigirá a la Argentina para reestructurar su deuda. “Un amplio apoyo político y social”. Así lo expresó un vocero del organismo, no identificado por los medios. El pedido es razonable, sin dudas. Un acuerdo de tal magnitud requiere de un consenso político que exceda las administraciones, de modo de garantizar que sea cumplido y respetado, independientemente del partido político que gobierne. Claro, resulta sugestivo que, el préstamo se haya consumado en 2018 en menos de un mes, sin exigir el acompañamiento de la oposición. En realidad eso sí fue un absoluto delirio. El pedido del organismo no sorprende, incluso teniendo en cuenta que el ministro Martín Guzmán viene fogoneando, desde el inicio, la idea de que el acuerdo de reestructuración de deuda deberá ser refrendado por el Congreso de la Nación. Por otro lado, ya estamos acostumbrados a la doble vara de la comunidad financiera internacional (tanto de los organismos multilaterales, como de los gobiernos y las aseguradoras de riego), que suele ajustar la severidad de sus evaluaciones en función del color político de la gestión gobernante.
Más allá de las declaraciones de los funcionarios del FMI, circulan diversas versiones que aseguran que el plan plurianual que el gobierno nacional está preparando incluye algunas otras exigencias que serán llevadas a la mesa de negociaciones. Según los trascendidos se discutirá un nuevo esquema cambiario más flexible, que permita achicar la brecha que existe entre la cotización oficial y las demás cotizaciones, incluido el dólar blue. También incluye un programa de metas de reducción del déficit fiscal que, afirman, no implicará un fuerte ajuste en los gastos del Estado, particularmente en lo referido al gasto social. Finalmente, se espera discutir también una reforma progresiva del sistema tributario. Por otro lado, los funcionarios del gobierno, se sienten optimistas dado que descartan que el Fondo insista con sus habituales recetas heterodoxas. De hecho hay gran satisfacción en el Triunvirato de la CGT luego de enterarse en su última visita a la Casa Rosada de que Washington no va a exigir reformas en lo laboral ni en lo previsional, dos clásicos del decálogo de exigencias del organismo.
Mientras aún se sienten los coletazos de las elecciones del domingo 14, se discuten las condiciones del acuerdo con el FMI, y Martín Guzmán planea junto a Juan Manzur el programa de gasto del estado para el 2022, el gobierno tuvo su reencuentro con sus bases. La multitudinaria marcha del miércoles, mostró que el músculo callejero, el que es capaz de movilizar enormes cantidades de militantes, está intacto. Es cierto que nadie puede hoy disputar la calle con el pan peronismo, pero no es menos cierto que se puede ganar elecciones sin disputarla también. La cuestión central que debería ocuparnos el día después es cuál fue el significado de la marcha. El primero, el más evidente, nos dice que fue una contundente demostración de fuerza. La confirmación de que las mayorías populares movilizadas, siguen comprometidas con el proyecto nacional y popular que representa hoy Alberto Fernández. Sin embargo, si sólo fuera eso, se agotaría en sí misma. Al otro día, el jueves mismo, la gente ya volvió a su casa. Lo verdaderamente relevante tiene que ver con el sentido que el gobierno quiera darle a la movilización. Si significa una vuelta a los fundamentos, un retorno al proyecto original que se inicia en 2003, las cosas pueden ser muy distintas. Y es que, lo quiera o no, hoy el presidente ha entrado en terreno de definiciones.
Como decíamos en otras oportunidades, pasada la fase más aguda de la pandemia, y transitado ya el camino de las elecciones legislativas de medio término, se acabó el tiempo de los grises y de la tibieza. Se vienen dos años donde habrá que gobernar fuera del estado de excepcionalidad que caracterizó el primer tramo de la gestión. Y justo antes, en los prolegómenos mismos de esos dos años, se viene el cierre de las negociaciones con el FMI. Son tres o cuatro meses en los que Alberto Fernández tendrá que comenzar a mostrarnos a qué vino. Está claro que nadie se sienta a una mesa de negociaciones, no cede absolutamente nada, y se lleva todo lo que pretende. Habrá que ver qué está dispuesto a ceder para conseguir lo que desea. El tipo de cesiones que esté dispuesto a hacer, marcarán el destino político del presidente. Es decir, y para dejar de lado los eufemismos, en los próximos cien días deberá decidir hacia dónde quiere llevar a la Argentina y quién va a pagar los costos del desastre que nos legó el macrismo.