Política y Economía

Opinión: «Espejitos de colores: los F-16 usados y la ilusión de comprar soberanía»


Argentina compró 24 F-16 usados por USD 300M. Son “chatarra prestada” inútil sin el software de EE.UU. Opina Raúl Benedetti

Por Ricardo Raúl Benedetti – Especial para la Agencia Noticias Argentinas

Seis F-16 que nacieron cuando Alfonsín todavía contaba los muertos de Malvinas y Galtieri era un mal chiste en los cuarteles. Aviones que ya pelearon todas las guerras norteamericanas de los últimos cuarenta años y ahora llegan a un país que nunca pudo pelear la suya.

Los compramos usados a Dinamarca por 300 millones de dólaresTrescientos millones que podrían haber sido hospitales, trenes o un aumento equivalente a varios meses de jubilación mínima para millones de ancianos, pero que se van en fierros viejos porque alguien decidió que la soberanía se mide en cantidad de alas prestadas.

Los Mirage, nuestros últimos cazas supersónicos -esos aviones franceses capaces de romper la barrera del sonido-, se fueron en 2015 sin despedida. Desde ese día la Fuerza Aérea Argentina quedó sin un solo avión capaz de volar a más de 1.200 kilómetros por hora en un continente donde Chile, Brasil y Colombia tienen flotas modernas. Nosotros dependíamos de Pucará de la época de la dictadura y de rezar para que los Pampa no se cayeran solos.

Diez años después aparece Javier Milei con la motosierra en una mano y un catálogo de Lockheed Martin en la otra. «¡Volvemos al mundo!», grita. Y nos vende la gran epopeya: 24 F-16 daneses, usados pero «modernizados»Lo que no dice es que esos aviones tienen más de 40 años, que cada hora de vuelo cuesta 16 horas de mantenimiento y que lo más importante- no son nuestros del todo. Porque estos F-16 no vienen solos. Vienen con manual de instrucciones escrito en Washington y con una nota al pie que nadie lee en voz alta: «Para usarlos en serio, primero llamá por teléfono».

Los expertos norteamericanos aplauden. Rick Fisher celebra que le cortamos el camino a China, que ofrecía aviones nuevos (los JF-17) con plata blanda y sin pedirnos la cédula de buena conducta. Nosotros elegimos lo contrario: pagar más caro por aviones más viejos a cambio de que nos den palmaditas en la espalda y nos dejen sentarnos en la mesa de los adultos… en el rincón de los chicos. Los daneses se ríen por lo bajo mientras vacían el hangar y nos mandan los aviones que ya no quieren ni para entrenamiento. Nosotros los recibimos como si fueran los Spitfire de 1940.

En Londres miran el show con la elegancia de quien ve a un ex que se compró un traje usado y cree que ahora puede volver a pedir pista. El UK Defence Journal lo dice sin anestesia: «Argentina no es amenaza para las Falklands ni con F-16 ni sin ellos». Y explica, casi con ternura: para llegar a las islas cargados de bombas y volver necesitamos aviones cisterna que reabastezcan en vuelo. Tenemos uno solo, un Hércules KC-130 que está en taller desde la época de Cristina. O sea: podemos llegar… pero no volver. Misión suicida con aviones que, encima, necesitan permiso del dueño del teléfono para tirar una sola bomba.

Porque los F-16 modernos funcionan con un sistema llamado Link-16: es como WhatsApp militar, donde todos los aviones, barcos y radares aliados hablan entre sí en tiempo real. El problema es que nosotros no tenemos ese WhatsApp. No tenemos radares modernos, no tenemos aviones de alerta temprana, no tenemos satélites propios. Sin esa red, los F-16 son como un celular de última generación sin señal: lindo, caro y completamente inútil.

Y lo peor: el software. El cerebro del avión está en manos de Lockheed Martin y del Pentágono. Si mañana queremos ponerle un misil nuevo, actualizar el radar o simplemente arreglar un bug, tenemos que pedir turno. Y si el uso no le gusta a Washington (o a Londres, que siempre tiene una palabra en el oído yanqui), la respuesta es «lo sentimos, esta semana no se puede».

Trescientos millones de dólares. Repito: trescientos palos verdes. Lo que alcanza para pagar dos meses del ajuste que nos vendieron como «inevitable». Lo que pagaría un aumento proporcional de varios meses en la jubilación mínima para más de 4 millones de ancianos. Lo que construiría cien escuelas o dos líneas de subte. Pero no. Preferimos tener 24 aviones que no podemos mantener, que no podemos usar solos y que no cambian una sola coma del equilibrio en el Atlántico Sur.

Este es el gran truco argentino que repetimos cada treinta años: creer que la soberanía se compra en cuotas y se mide en cantidad de alas grises. Como si la grandeza fuera tener juguetes más caros que los del vecino y no construir un país que no tenga que pedir permiso para volar sobre su propio mar.

Cuando los F-16 llegaron este sábado a Río Cuarto, el acto oficial fue un despliegue de orgullo prestado: militares en formación, funcionarios alineados y un discurso de Milei que sonó a victoria pírrica. Subió a la cabina de uno de los jets, posando para las fotos oficiales con Karina Milei, el exministro Luis Petri y su sucesor Carlos Presti, como si esa pose simbólica borrara décadas de atraso.

«Hoy damos un paso histórico. La Argentina vuelve a tener un sistema de defensa serio, alineado a los estándares internacionales y preparado para proteger nuestra soberanía», proclamó, culpando al kirchnerismo por el «atraso tecnológico» y celebrando el lazo con Dinamarca y Estados Unidos. «Esta adquisición no es solo un avance militar, es una señal política de nuestro compromiso con las democracias del mundo libre», remató, evocando una «recuperación del orgullo nacional».

El pueblo, o al menos el que estaba ahí, aplaudió con esa mezcla de nostalgia, resignación y esperanza idiota que nos caracteriza. Pero en el fondo, todos vamos a saber la verdad: no compramos avionesCompramos la ilusión de que todavía somos un país que decide. Compramos un pedazo de escenografía para seguir representando la comedia de la soberanía mientras el libreto lo escriben desde afuera.

Los Mirage se fueron sin que nadie les hiciera un funeral. Los F-16 llegaron con fanfarria y fotos. Y entre un retiro silencioso y una llegada ruidosa habrá pasado una década en la que hicimos exactamente lo mismo: confundir equipamiento con destino, confundir ruido con poder, confundir dependencia con estrategia.

Aquí no se recupera capacidad supersónicaAquí se recupera la costumbre nacional de arrodillarse con estilo.