Por María Elena Gómez Link – Especial para CLG
Ese era uno de sus tantos días, miró calle abajo emprendiendo su caminata.
Sus manos las mantenía dentro de los bolsillos de sobretodo, ya gastado por el paso del tiempo.
De pronto, cuando levantando la solapa sintió su calor en el cuello, recordó el día en que lo compró.
Se le dibujó una sonrisa en su rostro, siguiendo con el paso firme asegurándose a la vereda.
Veía pasar a los vecinos de la cuadra que levantaban su mano saludando, alguno se paraba para preguntarle por su bienestar, otros no tan predispuestos lo veían como algo más del lugar.
La vida seguía dando su vuelta, los niños crecían, algunos habitantes se iban y otros nuevos llegaban, así todo comenzaba otra vez, un nuevo ciclo.
Para él su ciclo había terminado una madrugada, tan fría como ese invierno que lo aquejaba.
Desde aquella época, nunca más, pensó en el futuro como tampoco en el pasado.
Mientras todo él se congelaba con el rocío húmedo de la noche y su empeño de abasteserlo de una negra obsesión: mirar a su hermano a la cara por última vez antes de irse.
Jamás había juntado el coraje necesario para enfrentarlo. Aceptó todo lo que le había propuesto el destino, nada había dependido de él, sino de lo escrito en la carta de su » destino».
Pero esa noche por alguna razón, cerró su puño y fue hasta la casa de su hermano, luego de una larga conversación, tomó distancia de su cuerpo, sacó un un cigarrillo del bolsillo de su saco, dio dos pitadas, lo tiró a los pies de su hermano y se fue caminando como una sombra desvaneciéndose en plena penumbra calle abajo.
Hubo un gran ruido en el barrio, una explosión en la casa de su hermano, era el destino, la llovizna, la mujer que lloraba junto a él pintado de rojo, en tanto que los vecinos asorados acudían al espectáculo.
En la vereda quedó encendido el cigarrillo junto al sobretodo agujereado.
