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Opinión: «La sociedad le pone límites a Milei: con la Universidad no»


Por Diego Añaños - CLG

Por Diego Añaños – CLG

La multitudinaria movilización del miércoles pasado envió un poderoso mensaje al Gobierno Nacional, no sólo por su masividad, sino por la amplitud de la convocatoria. Docentes, no-docentes, alumnos e investigadores, se unieron con sindicatos, organizaciones políticas y ciudadanos comunes para expresar su apoyo a la Ley de Financiamiento Universitario. Sin embargo, y tal como lo había prometido, el presidente tomó la decisión de vetar la norma que, recordemos, fue aprobada en el Congreso con una mayoría agravada en ambas cámaras. Esto abre un nuevo capítulo en el enfrentamiento de Javier Milei con la sociedad, pero particularmente y en lo inmediato con los legisladores nacionales. En los próximos días veremos si pesa más la capacidad del gobierno de torcer voluntades utilizando métodos poco claros (por no decir venales) o si el Congreso consigue sostener su unidad en la votación.

Desde el gobierno se ensayaron diversas respuestas a la movilización. El vocero presidencial, Manuel Adorni, sostuvo que el gobierno está de acuerdo con el reclamo de la comunidad universitaria, pero que no están de acuerdo con que el congreso sancione leyes que no tienen una asignación presupuestaria. Traducido: si las leyes no permiten garantizar el equilibrio fiscal en los términos establecidos por el equipo económico, el presidente va a vetar sistemáticamente todas las normas que se aprueben. Desde otras áreas se intentó bajar el precio a la convocatoria, planteando que fue menor que la anterior, a la vez que se puso énfasis en la participación de legisladores y ex funcionarios identificados con partidos políticos opositores. Incluso los más virulentos, caratularon a la movilización de “acto kirchnerista”, encabezado por un verdadero “tren fantasma”. Evidentemente, había que dar la impresión de que no hubo impacto dentro del espacio oficialista.

Sin embargo, el mensaje que transmitieron las calles fue claro: en un contexto en el que la mayoría de las instituciones están puestas en discusión, la Universidad aún goza de una importante dosis de prestigio social. La marcha nos dice que la percepción popular es que, en medio de la desolación social y política, la universidad sí funciona. La universidad que permite elevar un escalón los pisos de ciudadanía, la que investiga y expande los límites del conocimiento, la que provee de cuadros a la administración pública y a la clase política, la que alimenta la demanda de profesionales del tejido productivo local. La universidad que constituye un engranaje fundamental del sistema científico tecnológico, que es a su vez la columna sobre la que se asienta cualquier proyecto de desarrollo autónomo y autosustentable. La universidad de la extensión universitaria, que abre sus brazos para integrarse a la comunidad que la rodea La universidad de los premios Nobel, sin dudas, pero también la universidad que le cambió la vida para siempre a todos aquellos que la transitaron, aunque no hayan tenido la oportunidad de terminar sus estudios. A esa misma universidad, el gobierno le ha recortado un 30% de los recursos en relación a un año atrás. Porque no hay plata es el argumento. Pero ojo, sí hay plata para los espías, los trols, para comprar aviones vetustos o para financiar la represión. Para eso sí.

La realidad dice que no sólo a todos los argentinos, sino que al gobierno en todo le está yendo mal. El último dato de consumo en supermercados, publicado hace pocas horas, muestra una caída del 18%, consistente con la tendencia que se observa desde fines del año pasado. La recaudación tributaria volvió a registrar un descenso interanual en septiembre, cayendo un 3,4% real en el mes de septiembre. La pobreza sigue creciendo, y ya se ubica por encima del 55%, y creciendo. Como tituló sugestivamente esta semana Dionisio Bosch en su artículo en el diario Ámbito Financiero, “Con la hiperinflación estábamos mejor” (porque de hecho tanto en 1989 como en 1991 había menos pobres que hoy).

Nada de lo dicho parece moverle el amperímetro al gobierno. A esta altura del campeonato ya nadie duda de que Javier Milei tiene solo dos objetivos: alcanzar el superávit fiscal y eliminar la inflación. Y aquí es dónde se produce la gran confusión, probablemente una confusión inducida deliberadamente. Porque lo que el gobierno se plantea como objetivos, deberían ser sólo herramientas. El objetivo central de cualquier proyecto político debería ser el mejoramiento de la calidad de vida de los ciudadanos, no la pureza de los balances contables. Entiendo que algunos pueden decir que ese objetivo es posible de alcanzar en el corto plazo mediante mecanismos perversos, construyendo un espejismo, sin la posibilidad de sostenerlo en el tiempo. Y yo le voy a decir que tiene razón, que en todo caso me explique cómo piensa hacerlo. Pero es complicado convencerme, al menos a esta altura de mi vida, y habiendo visto unos cuántos mundiales, que sea necesario destruir el presente para construir un mundo mejor. Un mundo mejor que siempre ocurre en el futuro, claro. Sin embargo, cuidado, no hay que perder de vista que destruir la universidad pública es un objetivo central para el presidente, por más que hoy sus funcionarios lo nieguen. Para Milei la universidad representa un reducto de adoctrinamiento marxista, un centro de lavado de cerebros que, como afirmó en más de una oportunidad durante su trayectoria pública, debería desaparecer para siempre. Ojalá el Congreso le haga sentir el rigor de un límite imposible de transgredir, la sociedad ya lo hizo.