A pesar de haber nacido en una familia acomodada de Barrio Norte, el cura se acercó a los sectores más postergados de la sociedad y dejó la vida en su militancia
La figura del Padre Mugica se erigió en vida como la de un destacado referente de una Iglesia cercana a los sectores más vulnerables y con una fuerte militancia político alineada con la izquierda peronista, todo lo que terminó de consolidarse y establecerlo como símbolo de ello con su asesinato, del que este sábado se cumplirán 50 años.
Nacido en el seno de los acomodados Mugica Echagüe, Carlos, aquel cura rubio, alto y de llamativos ojos azules no podía pasar desapercibido por ningún motivo: sus rasgos físicos, su vestimenta para nada acorde a lo que se pensaba para un miembro de la Iglesia y, particularmente, sus convicciones alejadas de su entorno «gorila».
Luego de estudiar en el Colegio Nacional de Buenos Aires, se anotó en la carrera de Derecho de la UBA, pero en 1951 largó esos libros para agarrar la Biblia: ingresó en el Seminario Metropolitano de Buenos Aires, del que salió siendo ordenado sacerdote el 20 de diciembre de 1959.
Con una destacada formación teológica, el párroco supo vincularse desde temprano con los miembros de la Juventud Estudiantil Católica, donde militaban algunos de los que más tarde
fundarían la organización armada Montoneros: Mario Firmenich, Fernando Abal Medina y Gustavo Ramus.
Junto a ellos y otros jóvenes, Mugica realizó en 1966 una importante misión a Tartagal, en el Chaco salteño, para interiorizarse en la situación de la población local y brindar la ayuda que pudieran en un contexto de exclusión social extrema.
Dos años después, durante un viaje de estudios a París, el joven cura se vio envuelto en las protestas callejeras del Mayo Francés, a las que no les esquivó.
Desde allí también se enteró del surgimiento del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, al cual se uniría poco después.
En aquel viaje por Europa, pudo conocer al exiliado ex presidente Juan Domingo Perón en la mítica residencia de Puerta de Hierro, en las afueras de la ciudad española de Madrid.
Afincado en la Villa 31 -en la que, a pesar de todo, le costaba quedarse a dormir-, desde la Capilla Cristo Obrero realizó una destacada tarea pastoral, enfocada en acercarse a los vecinos de ese barrio popular, pero no quedarse encerrado allí: solía visitar otros lugares para tejer lazos con sus pares y otros asentamientos.
Por esa razón, su figura comenzó a tomar relevancia tanto en el grupo de curas villeros, como en el Movimiento Peronista.