La guerra podía ser un certificado de renovación de su permanencia en el poder, pero terminó siendo su certificado de defunción
La dictadura cívico militar creyó, o quiso creer, que la guerra de Malvinas podía ser un certificado de renovación de su permanencia en el poder e incluso un carril para los planes políticos individuales de algunos de sus jerarcas, pero terminó siendo su certificado de defunción que, con un costo altísimo, aceleró el retorno de la democracia.
La «apertura» democrática venía pergeñándose a fuego lento, no solo por voluntad de los dictadores, sino también -y sobre todo- por la presión popular.
Pero a la hora en que los usurpadores del Gobierno le declararon la guerra a Gran Bretaña aún seguía, si bien con una menor intensidad, ejecutándose la tenebrosa represión ilegal y muchos de los políticos que luego retornarían a ocupar sitiales en el espacio democrático todavía estaban en los calabozos o restañando las laceraciones sufridas en las catacumbas de los centros clandestinos de detención.
Envalentonados por el repentino pero previsible renacido fervor patriótico de la sociedad, los militares imaginaron un futuro con apoyo popular, como si la aventura bélica ante una de las potencias planetarias y la armada con quizás mayor experiencia histórica -proveniente desde su época corsaria- fuera suficiente como para borrar el espanto instaurado el 24 de marzo de 1976.
La humillante rendición del represor Alfredo Astiz ante los ingleses, sin siquiera amagar con sacar el arma que sí blandió y gatilló contra víctimas de la dictadura, hundimiento del crucero ARA General Belgrano mediante, podría perfectamente ser la metáfora del letal nudo de la soga que se ciñó alrededor del cuello de la tiranía.
A partir del 15 de junio todo se precipitó y entonces aquellos que luego recibirían, mediante su paso por los tribunales que les negaron a sus víctimas, la condena como horrendos conductores del conflicto bélico y como genocidas, empezaron a abrir puertas buscando desesperadamente salvoconductos para su salida del poder.
La vorágine era incontenible. En tan solo una semana echaron a Leopoldo Galtieri de la Junta Militar, colocaron en su lugar a Alfredo Saint Jean (quien ni en sus más alocados sueños pensó ser por un rato Presidente), Cristino Nicolaides pasó a ser el hombre fuerte del Ejército (se encargaría de ordenar que las torturas a soldados en Malvinas fueran tratadas como «faltas disciplinarias») y el 23 de junio Reynaldo Bignone fue entronado como jefe de Estado, y a la postre sería el último de facto.
El mes de julio nació con una novedad: se levantó la veda política. Y un mes después, el 4 de agosto, las Madres de Plaza de Mayo le pidieron a la Corte Suprema de Justicia que intervenga en el caso de más de 1.500 desaparecidos.
Como una trágica ironía, el mismo poder que se dedicó a guerrear enviando al frente a miles de mártires cuya suerte sabían de antemano firmó con Chile la extensión del tratado de no agresión de 1972 en la disputa por el Canal de Beagle. Una disputa que, como en el caso Malvinas, después también demandó la intervención del Vaticano, a través del cardenal Antonio Samoré, designado por el papa Juan Pablo II, el mismo que en 1982 viajó a Gran Bretaña y a la Argentina para tratar de parar la conflagración.
Los militares que ya se veían fuera del gobierno más temprano que tarde, se encontraron de golpe con una catarata de acciones de la población civil y las organizaciones políticas, sindicales y de derechos humanos que empezaban a tomar la fuerza de un vendaval.
Así, el 23 de octubre de 1982 familiares de desaparecidos denunciaron el hallazgo de unos 400 cadáveres en fosas comunes en el cementerio de Grand Bourg, en el actual partido llamado, curiosamente, Malvinas Argentinas, creado en 1994 por la partición del distrito de General Sarmiento.
Trascartón, una semana después, las Madres de Plaza de Mayo reclamaron al régimen militar que informe sobre el destino de millares de desaparecidos.
Si la dictadura, y especialmente los responsables de la guerra por las islas del sur, pensaron que el tema Malvinas iba a ser barrido por la erosión del tiempo, evidentemente estaban equivocados.
La euforia popular se había transformado en dolor e indignación tras la cobarde rendición de los jefes, las muertes de los chicos que apenas estaban pisando las últimas baldosas de la adolescencia cuando les pusieron un fusil en la mano, el olvido de esos mismos casi niños-jóvenes-veteranos que terminaron abandonados, y al día de hoy muchos de ellos suicidados.
Como cuando baja el agua de las inundaciones, empezó a verse todo el desastre que quedó debajo: la improvisación, el maltrato, la soberbia, las torturas a la propia tropa y sobre todo la cobardía de aquellos que se decían valientes cuando alzaban las armas en patota para matar compatriotas en lo que ellos bautizaron como «guerra sucia», pero que ni las amartillaron cuando debían defender tierra propia en una guerra declarada, hecha y derecha.
Pero la que fue la última junta militar -Nicolaides (Ejército), Rubén Franco (Armada) y Augusto Hughes (Fuerza Aérea)- tenía un resto de iniciativa política y dispuso el 26 de noviembre de 1982 la creación de una comisión destinada a investigar la actuación militar en Malvinas. Estuvo presidida por el teniente general Benjamín Rattenbach, uno de los jefes castrenses que en los ’60 firmó un decreto ley prohibiendo las actividades peronistas.
Claro que ese trabajo tenía una trampa: sus conclusiones debían ser secretas. Muchos años después, la entonces presidenta Cristina Kirchner ordenó su desclasificación y, por ende, se permitió su publicación.
El llamado «Informe Rattenbach» fue lapidario con varios de los jerarcas de la guerra, entre ellos Leopoldo Galtieri. En el paper se recomendó, de acuerdo al Código Militar, la pena de muerte para los responsables de numerosos desatinos en el conflicto. Al final, fueron condenados a cárcel algunos de ellos.
Pero además del carácter de secreto, el informe tuvo otras manchas. Uno de los hijos de Rattenbach contó en 2006 que el trabajo había sido adulterado en algunos de sus contenidos para «alivianar» los cargos contra los acusados. Augusto Rattenbach contó que su padre le dijo, casi en su lecho de muerte, que «estuve leyendo el informe» -en referencia al que había sido remitido al Ejército y que luego volvió a tener en sus manos- «y han cambiado las hojas, las que corresponden a la actuación del capitán Astiz en las Islas Georgias».
Efectivamente, los dictadores estaban pergeñando dos perdones mellizos: por Malvinas y por los crímenes de lesa humanidad, en este caso vía una autoamnistía.
El 1° de diciembre se abrió finalmente la puerta que todos estaban esperando: Bignone anunció que antes del fin de 1983 se iban a realizar las elecciones, después de casi 8 años de gobierno ilegal e ilegítimo. Tras ese anuncio, el 7, el 10 y el 16 de diciembre se produjeron tres hitos que quedaron grabados a fuego en la historia contemporánea.
El 7 se realizó un paro nacional convocado por la CGT Brasil que lideraba el dirigente cervecero Saúl Ubaldini y componían mayormente los gremios de Los 25, la central combativa creada en 1980 y contracara de la dialoguista denominada CGT Azopardo, conducida por, entre otros, el dirigente del sindicato del Plástico Jorge Triaca.
El 10, las Madres de Plaza de Mayo convocaron a la primera Marcha de la Resistencia en la Plaza de Mayo, donde por 24 horas ininterrumpidas reclamaban por la aparición con vida de sus hijos y por castigo a los represores.
Y el 16 se concretó la marcha de la Multipartidaria, una de las más potentes demostraciones de movilización civil, política y sindical, en la que la dirigencia de todos los partidos encabezó, sin diferencia, el reclamo de democracia, de respeto a los derechos humanos y de justicia social.
Ese día también quedó marcado con un crespón negro en el almanaque de la historia argentina: en medio de la represión a la multitud que colmó la Plaza de Mayo y sus alrededores, desde uno de los demoníacos Falcon verde bajó un asesino que baleó por la espalda al obrero metalúrgico Dalmiro Flores, de apenas veintitantos años, que había llegado desde su Salta a Buenos Aires buscando un futuro mejor. El disparo lo mató en el acto y el ejecutor volvió al auto después de proferir a los gritos una frase que sintetizaba -y sintetiza- la filosofía de esa y tantas otras dictaduras, aún apañadas por algunos manchones de la sociedad: «Morite, peronista hijo de puta».
El crimen de Flores aún sigue impune. Su cuerpo fue enterrado en su pueblo natal, que como una ironía del destino se llama Campo Santo. Sin velorio y en el silencio de aquellos que para muchos son los «nadie».
Es sabido que el horror que se vivió en el país trascendió las fronteras desde el comienzo, aunque los personeros internos denunciaran «campañas antiargentinas», con el apoyo de profusa publicidad de parte del gobierno de facto.
El socialista Francois Miterrand, presidente de Francia, recibió el 16 de febrero de 1983 a una delegación de Madres de Plaza de Mayo que, por enésima vez, volvió a presentar su radiografía del terror de los desaparecidos, los presos políticos y los muertos y a clamar ayuda para su causa.
Con la modalidad de «una de cal y una de arena», el 28 de febrero de 1983 Bignone hizo otro anuncio que la Argentina esperaba: que las elecciones se iban a realizar el 30 de octubre. Pero poco después, el 24 de marzo, exactamente a 7 años del golpe de Estado, en una nueva mueca de la dictadura, Nicolaides reconoció que se estaba estudiando una «ley de pacificación nacional», con lo cual el autoperdón estaba a la vuelta de la esquina.
En la segunda mitad de abril se dio un contrapunto de alta intensidad: el 20, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) informó que en la dictadura hubo al menos 47 centros clandestinos de detención, mientras el 29 la junta militar dio a conocer el «documento final» según el cual las operaciones antiterroristas de las Fuerzas Armadas fueron «actos de servicio» y de esa manera no debían recibir castigo.
El 2 de mayo se conoció un duro pronunciamiento del Gobierno de España, conducido por el premier socialista Felipe González, que rechazó el documento de la junta militar referido a los españoles desaparecidos durante la dictadura, hechos sobre los cuales sobrevendría una causa que continúa hasta hoy.
Y el 21 de mayo se realizó en Buenos Aires una marcha desde el Luna Park al Congreso, emblema de la democracia, para rechazar el documento de los militares que pretendían exculparse de sus crímenes de lesa humanidad.
La catarata de episodios que sin lugar a dudas iban a desembocar en la restauración de la democracia continuó, merced a la presión popular, con el restablecimiento del derecho de huelga el 4 de junio.
La descomposición de la dictadura y hasta las deslealtades internas y la habitualmente consecuente teoría del «sálvese quien pueda» en circunstancias límites, llevaron a la cárcel al hombre fuerte y más oscuro de aquella infernal caterva.
En junio de 1983 Emilio Eduardo Massera fue detenido por orden del juez Oscar Salvi por la desaparición del empresario Fernando Branca, en un hecho que no tenía que ver específicamente con la llamada «lucha antisubversiva».
Se trató de un caso con una trama de intereses diversos en la que se ventilaron intimidades y en el que estuvo involucrada hasta la viuda del empresario. Su prisión preventiva y procesamiento por «ocultamiento o destrucción de elementos probatorios» fueron confirmados por el magistrado.
Además, el juez José Nicasio Dibur procesó el 19 de agosto a Massera por sus vínculos con la Triple A y los «excesos» que se produjeron en la ESMA durante su mandato como jefe de la Marina.
El 4 de septiembre se produjo otra huelga general y hacia fines de ese mes los militares le pusieron el moño a su ansiado proyecto: promulgaron la que denominaron Ley de Pacificación Nacional (o de Amnistía). En su primer artículo resumía la intención: «Decláranse extinguidas las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982. Los beneficios otorgados por esta ley se extienden, asimismo, a todos los hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas, cualquiera hubiere sido su naturaleza o el bien jurídico lesionado. Los efectos de esta ley alcanzan a los autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores y comprende a los delitos comunes conexos y a los delitos militares conexos».
Y estableció, además, que «nadie podrá ser interrogado, investigado, citado a comparecer o requerido de manera alguna por imputaciones o sospechas de haber cometido delitos o participado en las acciones a los que se refiere el artículo 1º de esta ley o por suponer de su parte un conocimiento de ellos, de sus circunstancias, de sus autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores».
La norma fue derogada por «inconstitucional e insanablemente nula» apenas comenzado el Gobierno de Raúl Alfonsín, que poco después envió a juicio a los responsables del desgobierno y la masacre.
A fines de octubre de 1983, prácticamente horas antes de las elecciones, en otra burla caricaturesca de los dictadores, se anunció el levantamiento del Estado de Sitio, aunque en los hechos la sociedad ya estaba con valentía ejerciendo sus derechos y, en definitiva, su libertad, muy a pesar de los represores en retirada.
Y el 30 amaneció nuevamente el sol de la democracia. Las urnas dejaron de estar «bien guardadas», como lo había descripto aquel general afecto a las bravatas que, junto con sus cómplices, no conforme con hacer desaparecer gente, mandó al cadalso a miles de chicos en una guerra loca. Y el pueblo se abrazó a ellas definitivamente.