Por Candi
Pertenezco a una generación que se está yendo. Una generación que creció jugando con los trompos de madera, las bolitas (con frecuencia de barro), las figuritas y bolones hechos de plomo con nuestras propias manos. La generación de la popa, la escondida y la rayuela, y barriletes armados por nosotros, con caña, a veces con papel de seda y otras tantas con papel de diario y con engrudo por todo pegamento, porque no había para lujos. Y una vieja llanta oxidada de bicicleta, que hacíamos rodar con un alambre, era la felicidad.
¡Oh chicas!, «dos más dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis».
Yo recuerdo el largo pasillo de aquel viejo conventillo en que nací, el pan con manteca y con azúcar, el arroz con leche. En aquellos perdidos tiempos, los pobres de toda pobreza no sabían lo que era una ¿villa de emergencia? No existían; semejante indigencia no entraba ni siquiera en la imaginación de los más excluidos. De aquel pasillo hecho de pobres, pero honrados trabajadores que se esforzaban con afán, salieron grandes hombres y había mujeres de temple y convicciones. Entre ellas, recuerdo a la “Pule” Gabetta, una socialista de fuste y pura sepa, enfermera como ninguna, de jeringa de vidrio y agujas que se hervían, que salía con micrófono y bocina en un viejo Ford alquilado a arengar a los vecinos para que votaran por Palacios. Su sangre le dio al mundo un famoso periodista que fuera director de Le Monde Diplomatique para el Cono Sur, Carlos Gabetta. De aquel pasillo de la calle 1° de Mayo 870 (hoy ya desaparecido) salieron periodistas como Coscarelli, mecenas de la música, abogados. Es que entonces si había pobreza, había también sueños, principios, firmes convicciones, esfuerzo, esperanza y posibilidades.
No sé si esa generación fue mejor, no me atrevo a afirmarlo, pero sí sé que algunos valores y otras virtudes aún se sostenían y que ciertas buenas costumbres formaban parte de la cultura de este pueblo. En los barrios, la gente se sentaba a la puerta de sus casas por las noches sin temor a ser asaltados o asesinados; los chicos jugaban en las plazas después de la cena sin miedo a ser raptados o violados y si subía una dama al tranvía 17 el joven se levantaba y le cedía el asiento ¡¿Cosa extraña, no?!
No necesitábamos “falopa” para ser felices y escapar de la realidad, porque de ella, si era triste, se salía luchando. De hecho nadie hubiese imaginado que alguna vez existiría la palabra “narcotráfico” metida entre la masa.
Muchos de nosotros crecimos leyendo el Billiken y las obras de Vigil y la “playstation” no existía ni en la mente de los más ilustres profetas. Y por todo celular había dos latas de conserva unidas por un largo piolín ¿Te suena?
Pertenecemos, los que nos estamos yendo, a una generación en la que la “seño” era respetada, y una mala nota nos traía en casa consecuencias poco felices. Y a ningún padre se le hubiera ocurrido ir a maltratar a la maestra por el “mal” o por el “uno”.
Sí, una generación que se está yendo, que por supuesto cometió errores, que también tuvo lo suyo, pero que no hipotecó ciertos principios que son la base del desarrollo humano y que se están perdiendo, si es que no se han perdido ya. Principios, costumbres y códigos que hoy parecen de otro mundo. ¡Si hasta los ladrones de antes eran respetuosos de la vida! Robaban, pero no mataban. Un homicidio era un hecho extraordinario y titular de la primera plana. Hoy hay tantos, a cada rato, que muchos ni se publican.
En fin, para que voy a seguir, si el lector de aquella generación sabe que en el mar de la vida flotaban las palabras cortesía, respeto, ética y moral ¡Ah, y aunque usted no me crea, yo en el ´56 vi en la cancha de Arroyito a un hincha de Ñuls sentado al lado de uno de Central.