Espectáculos

Osvaldo Aguirre y un libro que revisa el rol del periodismo ante la dictadura


El poeta, periodista y escritor presentó el libro "Estado de sospecha", donde se explaya sobre la figura Luis María Castellanos

Por Emilia Racciatti – Télam

Poeta, periodista y escritor, Osvaldo Aguirre escribió sobre nombres emblemáticos de la cultura como Francisco «Paco» Urondo y Rodolfo Walsh pero en su libro más reciente, «Estado de sospecha», aborda a una figura de los márgenes, al habitante de lo que llama una «zona gris» entre el periodismo y los servicios de inteligencia, como Luis María Castellanos (Rosario, 1943 – Buenos Aires, 2005), quien le sirve casi como excusa para pensar la responsabilidad de las empresas periodísticas y el consenso mayoritario de las redacciones durante la última dictadura.

Editado por Eduvim, la editorial de la Universidad Nacional de Villa María, el libro retoma la vida de este poeta y militante de izquierda en su juventud a partir de una investigación que da cuenta de su trabajo en medios como La Capital, Télam, La Semana o Somos, pero también de cómo quedó identificado con la dictadura por su vínculo con el dictador Eduardo Massera.

«Castellanos fue una expresión de una etapa histórica en el periodismo argentino que no ha sido revisada en profundidad», afirma Aguirre en diálogo con Télam y destaca que lo que le interesó fue «subrayar lo que se pierde de vista: la responsabilidad de las empresas periodísticas y el consenso mayoritario de las redacciones con respecto al golpe del 24 de marzo de 1976».

—¿Qué fue lo más complejo de abordar a esta figura?

En principio fue complejo dejar afuera los prejuicios y abordar la historia sin maniqueísmos. Entender que una historia tiene matices y no transcurre en blanco y negro. Castellanos quedó identificado con la colaboración periodística con la dictadura y alrededor de su vínculo con Massera se construyó una leyenda negra. La relación con Massera fue denunciada ya ante la Conadep y el Juicio a las Juntas por Miriam Lewin; la leyenda, por ejemplo que visitó el centro clandestino de la Esma o presenció interrogatorios, no está probada y eso también me pareció importante para contar. Castellanos ocupó cargos jerárquicos en Télam, La Semana y Somos, entre principios de los 70 y mediados de los 80, además de trabajar como redactor en el diario Noticias, las agencias UPI y France-Presse y el semanario El Informador Público. Tuvo una trayectoria importante en el periodismo y cayó en el oprobio y el desprestigio en sus últimos años. Me llamó la atención que quedara tan identificado con la dictadura mientras otros periodistas que estuvieron en la misma situación continuaron en los medios como si no hubiera pasado nada y hasta recibieron homenajes y son reverenciados como maestros, como ocurrió con Alfredo Serra, para dar un ejemplo. Pero el objeto final del libro no es Castellanos sino la situación histórica que atraviesa su trayectoria: la actitud del periodismo ante la dictadura y sus relaciones con servicios de inteligencia.

—Se trata de información que parece haber estado siempre bastante disponible pero ahí estuvo tu trabajo de organización y sistematización…

—La información suele estar disponible. A propósito de los hechos que investiga en «Operación Masacre», como después también se observa en Ancla, la Agencia Clandestina de Noticias, Rodolfo Walsh dice que la información es pública; él desarma el mito de que la verdad está oculta y el trabajo del periodista consiste en sacarla a la luz. Walsh enseña entre tantas cosas que el punto pasa por la construcción del relato, por el modo en que ordenamos la información, o como dice en un célebre reportaje de Ricardo Piglia «en el trabajo de montaje se abren infinitas posibilidades». Bueno, me fui del tema… Pero eso también me interesó. Por ejemplo en «Estado de sospecha» retomo el mito del pacto entre Massera y los Montoneros, una historia que de tanto repetirse pareció sedimentar como una evidencia; y lo que intento es justamente desmontar esa falsa historia, observar cómo se trama a través de operaciones de prensa, en qué contribuye el periodismo, y de qué modo el mito encubre los contactos que efectivamente Massera tuvo con un sector muy distinto del peronismo, el de Guardia de Hierro.

—Contraponés a Castellanos con Walsh pero también hacés referencia a un zona gris para pensar el ámbito en el que se movió el primero. ¿Por qué?

—Castellanos se movió en una zona gris entre el periodismo y la literatura, por un lado, porque fue un poeta malogrado, un traductor que perdió lo que pudieron ser las mejores versiones de Dylan Thomas al español y un lector culto y muy sagaz de la literatura de espionaje. Y estuvo en una zona gris entre el periodismo y los servicios de inteligencia. La sospecha, en su caso, tuvo que ver con eso: era de esos periodistas de los que se decía, o se dice, «es un servicio». Su fascinación por la figura del espía me parece reveladora, porque el espía es aquel que vive bajo sospecha, porque nunca está del todo claro con quién son sus lealtades. Es también aquello de «Tema del traidor y del héroe», el cuento de Borges; por el título uno piensa que se trata de dos personas, pero en realidad el traidor y el héroe son la misma persona. Pero vuelvo a lo anterior: lo que me interesa destacar es también que la condena a Castellanos fue de algún modo la absolución de otros periodistas que tuvieron un compromiso muy fuerte con el terrorismo de Estado. Héctor Sayago y Héctor Agulleiro, por ejemplo, fueron denunciados como asiduos visitantes del centro clandestino de la ESMA y sin embargo sus nombres cayeron en el olvido. Y lo que me interesó subrayar fue lo que se pierde de vista: la responsabilidad de las empresas periodísticas y el consenso mayoritario de las redacciones con respecto al golpe del 24 de marzo de 1976.

—El disparador fue un tuit de Jorge Asís que lo definió como fronterizo, ¿qué definiciones sobre su figura encontraste a lo largo de la investigación que te hayan llamado la atención?

—El tuit de Asís me pareció impecable: «Luis María Castellanos, periodista superior y fronterizo que vivió en estado de sospecha». También movilizador: ¿Por qué fronterizo? ¿Por qué superior? ¿Qué sospechas provocó? Por entonces yo tenía la investigación en marcha y ya había publicado un par de artículos basado en la entrevista con Lewin y en una serie de entrevistas con Víctor Lapegna, también exintegrante del staff periodístico de Massera. Por otra parte, Asís convierte a Castellanos en protagonista de su novela «Partes de inteligencia», donde lo define como «el mejor de nosotros». Ahí se abre otra cuestión, porque ¿a quién refiere ese «nosotros»? Bueno, creo que alude a una convergencia político-periodística de los primeros años de la posdictadura. De hecho ambos trabajaron en El Informador Público.

—Ejercés el periodismo hoy, ¿qué lectura hacés de la situación actual?

—Cuando uno vuelve sobre el pasado aparece la pregunta acerca de cuál es el interés actual de lo que trata de investigar. Y en este caso hay más de un motivo. En el debate de los candidatos a la presidencia, Milei recurrió a argumentos de Massera durante el Juicio a las Juntas Militares. Massera estuvo rodeado de periodistas; su alegato en el juicio, lo que cita Milei, fue escrito por Hugo Lezama, el director del diario Convicción; Víctor Lapegna también se jactaba de haber escrito discursos de Massera y según cuenta Claudio Uriarte en «El almirante Cero» también lo hicieron Jorge Lozano y otros periodistas muy respetados en los 70. Estas contribuciones del periodismo suelen quedar solapadas, aunque por supuesto trabajos que son la excepción, como artículos de Rogelio García Lupo o el libro «Decíamos ayer», de Eduardo Blaustein y Martín Zubieta, y más allá de la denuncia me parece que el periodismo debería interrogarse al respecto. Por otra parte, Castellanos declaró en la causa por el robo de los papeles de Rodolfo Walsh, y esa es una historia que también pertenece al presente, porque hasta ahora desconocemos el destino de esos papeles, cuyo último rastro es el domicilio del represor Jorge Rádice en lo que se llamó «la inmobiliaria de la ESMA», un lugar donde se reducía el botín del terrorismo del Estado.

—La versión de su paso por la ESMA es una de las sombras, ¿cómo definirías a Castellanos después de haber terminado la investigación?

—Me gusta la definición que me propuso uno de los entrevistados para el libro: «Un héroe de nuestro tiempo». Como el libro de Mijaíl Lérmontov. Porque Castellanos fue una expresión de una etapa histórica en el periodismo argentino que no ha sido revisada en profundidad. En general a los periodistas no nos gusta mucho la autocrítica, me parece. No nos gusta demasiado la reflexión cuando nos toca de cerca en nuestras prácticas y en nuestras formas de mirar el mundo, y sobre todo en estos temas. Un poco lo que dijo Robert Cox en 2018 durante un debate en la Biblioteca Nacional: «Nunca más los periodistas deben dejar de informar». No sé si ese Nunca Más está incorporado en el periodismo argentino. Por otra parte me parece que Castellanos es un periodista para rescatar porque escribió muy buenas crónicas y entrevistas, aunque algunas de esas entrevistas fueron horribles, como la que le hizo al almirante Isaac Rojas o el diálogo que armó entre el cabo Raúl Villarino, denunciante de la ESMA, y el almirante Zaratiegui, y otras resultaron tramposas, como la que le hizo a Massera para La Semana cuando estalló el escándalo por la desaparición del empresario Fernando Branca.

—¿Tuviste devoluciones que te hayan sorprendido? ¿Mensajes o convocatorias que te hayan llegado y te impactaron?

—En el proceso de investigación tuve devoluciones que me sorprendieron. Algunos entrevistados que tenían una opinión muy mala de Castellanos no entendían mi interés por revisar su historia. También me sorprendió la disponibilidad que mostraron otros, quizá por mis prejuicios. Descubrí personajes muy equívocos, marginales en el mundo del periodismo, pero muy reveladores de cuestiones centrales en el oficio.