Juan Román Riquelme se despide hoy con la camiseta número 10 de Boca Juniors como bandera y la pelota pegada al piso como estandarte
Por Héctor Sánchez – Télam
En un club porteño con estirpe de barrio popular, que se proyectó al mundo con sus colores azul y oro en el pecho, y en donde los ídolos siempre pasaron por el tamiz exigente del hincha que pide temperamento y sentido de pertenencia a la hora de jugar, Juan Román Riquelme se despide con la camiseta número 10 de Boca Juniors como bandera y la pelota pegada al piso como estandarte.
De los potreros y canchitas de barrio de Don Torcuato a las divisiones inferiores de Argentinos Juniors, el viaje hacia La Boca estaba garantizado desde que iba con su padre y amigos a ver al «Xeneize» a la Bombonera. Y sería realidad en 1996, cuando el equipo de La Paternal descendió a la B Nacional y el club de la Ribera compró un combo de jugadores juveniles del «Bicho» entre los que estaba Román.
Con José Pekerman al mando del fútbol juvenil de la AFA, con un campeonato mundial Sub 20 ganado en Qatar, en las oraciones del gran entrenador argentino ya estaba ese apellido llamado a ser estandarte en la figura de un pibe de perfil bajo y silencios largos, pero locuaz en el lenguaje de un juego maravilloso, para cumplir así con el mandato de la tribuna: la pelota, siempre al 10.
Y el Mundial Sub 20 de Malasia 1997 lo vio dar la vuelta olímpica en un equipo que regalaría apellidos ilustres y ganadores.
El debut esperado fue el 10 de noviembre de 1996, con 18 años cumplidos el 24 de junio, y una campaña irregular de Boca con Carlos Bilardo como entrenador. Fue contra Unión, fue 2 a 0 en una Bombonera que aplaudió y se entusiasmó con ese pibe delgado y movedizo que mostró uñas de guitarrero alta gama: pisadas, enganches y el pase filtrado en pared para que el «Negro» Fernando Cáceres convirtiera el segundo gol.
Una elipsis desde esa tarde soleada en la cual -camiseta número 8 y todas las ilusiones juntas- Román mostró una forma de jugar propia de un crack, hasta el final de su carrera, tendrán la coherencia que lo posicionan como el último «10» de una estirpe de jugadores que no hicieron otra cosa que embellecer al fútbol. Del linaje de Ermindo Onega, Daniel Willington, Carlos Babington, Osvaldo Potente, Norberto Alonso, Rubén Paz, Ricardo Bochini.
Y Diego Maradona.
Y si todo crack necesita de un equipo en el cual encajar sus dones, ahí estuvo Carlos Bianchi para conducir un plantel ya armado pero disperso: en el segundo semestre de 1998 incorporó un solo jugador (Hugo Ibarra, titular desde el mismo momento en que llegó desde Colón de Santa Fe), que sería un socio y amigo de Román dentro y fuera de la cancha, para comenzar una larga campaña en que ganaría todo lo que disputara.
Y que desde el minuto uno tuvo a Riquelme no solo como titular indiscutido, sino como eje del equipo.
Fueron once títulos entre locales e internacionales con la camiseta «xeneize», en tres etapas diferentes: de aquel pibe que Bianchi ayudó a consolidar, y que desnivelaba con goles y asistencias como la del gol de Palermo ante el Real Madrid en Japón, al conductor maduro que fue genio y figura en la Libertadores 2007, con un global de 5-0 ante Gremio de Brasil. Y las marcas indelebles dejadas contra River, con goles decisivos en partidos decisivos.
Tras ganar dos Libertadores consecutivas y la Intercontinental ante el Real Madrid ganadas con esa formación espartana de Bianchi, Román partió hacia Barcelona para vivir un momento complejo con un DT complejo como Louis Van Gaal, el neerlandés que consideraba que cuando su equipo no tenía la pelota jugaban con uno menos porque el 10, desde su punto de vista, «no corría».
Villarreal sería el equipo en el cual volvería a encontrar compadres (dentro y fuera de la cancha) para sentir el fútbol que le gusta a la gente. Y también la Selección argentina, hasta que no le gustó una jugada golpista contra el Coco Basile antes del Mundial 2010, y se fue sin nunca contar nada. El silencio sabio de un tipo silencioso.
El Román que mañana dirá adiós con la azul y oro pero también con la camiseta del fútbol sin fronteras es un hombre de fútbol -maduro y pensante- que con errores y virtudes busca devolverle al fútbol todo lo que recibió.
Eligió desde hace unos años el lugar de dirigente que conoce el paño del vestuario y del verde césped, y sabe que en la mitad de la cancha -en donde hay intereses por los cuales tiburonean grandes grupos empresarios- se juega con pierna fuerte.
Y se metió en partido como lo hacía cuando jugaba: como un estratega que maneja los tiempos: amagó, dejó que el rival (el enemigo, en este caso) creyera que iba por derecha, pisó la pelota, esperó hasta último momento, y definió una candidatura al lado de Ameal, en la cual aportó los votos que barrieron con el macrismo en Boca en diciembre de 2019. No le escapó a esa pelea y ganó por goleada -sólo acompañado por el voto del socio boquense- una elección a un grupo económico poderoso al que alguna vez enfrentó como jugador, con el candoroso gesto del Topo Gigio.
«Dicen que no son tristes/ Las despedidas./ Decile al que te lo dijo/Que se despida», escribió y cantó Atahualpa Yupanqui sobre el sentir del decir adiós. El de «El Último 10» no será muy distinto a ese canto nuestro, cuando las tribunas bramen con su agradecido coro futbolero.