Por Diego Añaños
Por Diego Añaños
Sé que les puede sonar algo infantil, pero el miércoles disfruté durante algunos minutos mirando el canal informativo de La Nación. Cerca del mediodía, la cotización del dólar estaba tocando su piso del día, $465, y Luis Novaresio no podía ocultar su incomodidad. “Estamos todos locos”, decía, “ayer cerramos en $495 y ahora estamos $30 abajo!!!”. El abogado rosarino, otrora progresista, y luego devenido una de las joyas de la derecha vernácula, no salía de su asombro ante un hecho que, indudablemente, vivía como una derrota. Una derrota casi personal, les diría. Claro, probablemente el doctor sepa mucho de leyes, pero la economía es una disciplina que les es particularmente esquiva, y su rostro desencajado era una maravillosa postal del desencanto. Luis quería el dólar a $550, a $600, a $1.200, cualquier número que se llevara puesto a un gobierno que, a esta altura, ya está empezando a guardar los papeles en cajas de cartón. Lo que sucede es que Luis no puede pasar del síntoma, porque no puede entender lo que está pasando. Luis piensa que el enfermo está enfermo de dólar, como si estuviera enfermo de fiebre. Entonces quiere que la fiebre se lleve puesto al médico, para que venga otro. De lo que no se da cuenta es de que la fiebre es sólo una señal de que algo no está funcionando bien. Tampoco se da cuenta de que si la fiebre sigue subiendo, antes de que renuncie el médico, se le va el paciente. No se da cuenta, o no le importa (lo cual es mucho más probable), a esta altura da igual.
Hoy la cosa está tan enredada que algunos oficialistas y algunos opositores están como Luis, apostando a que cuanto peor, mejor. También es cierto que no todos los oficialistas ni todos los opositores están en esa sintonía, ni siquiera todas las grandes empresas. Todavía hay gente en la Argentina que tiene una clara conciencia de que la profundización de la crisis tendría consecuencias imposibles de parametrizar en este momento. Esperemos que predomine la cordura, porque el horno no está para bollos.
Sergio Massa, por su parte, hizo el intento de dar un puñetazo sobre la mesa. Salió a los mercados, con las pocas balas que le quedan, y las pocas que le habilita el Fondo, para tratar de frenar en seco la escalada de la divisa norteamericana, operando sobre los dólares financieros. En pricipio le fue bien, y luego de diez ruedas de aumentos en fila, el blue retrocedió, cerrando la semana algo menos de $30 por debajo del pico. El ministro instruyó a su equipo para que dejara circular la versión de que, ante cualquier sospecha de maniobra especulativa, iba a intervenir enérgicamente, sea que las intervenciones sobre el mercado cambiario estén habilitadas o no por el FMI. A esta altura es obvio que el Massa necesita instalar la imagen de un negociador fuerte, que se está enfrentando al organismo para discutir cada punto y cada coma del acuerdo. No tiene ni un centímetro más de margen para el fracaso, porque, más allá del dólar, la inflación no parece apaciguarse, y la actividad económica ya comienza a resentirse. Seguramente la próxima medición de pobreza dará cuenta del fuerte deterioro de los principales indicadores que viene sufriendo la sociedad argentina. Más allá de la pelea con el tipo de cambio, la misión del gobierno en Washington sigue trabajando junto a los funcionarios del Fondo para revisar el acuerdo (o para tener uno nuevo, como ustedes prefieran).
Esto es así, porque como venimos diciendo desde hace algunos meses, el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional ha dejado de existir. Si alguien está esperando una confirmación oficial de ambas partes, les sugiero que se compren un banquito y se sienten a esperar, porque no va asuceder. En la memoria colectiva parece que fue hace un siglo, pero hace algo así como un año y un mes que Martín Guzmán rubricó el programa de Facilidades Extendidas en Washington. Es bueno recordar que desde el primer momento dijimos que las condiciones impuestas por el organismo eran de muy difícil cumplimiento. Pues bien, si en el contexto en el que se firmaron ya nos hacía dudar, la aparición de dos inmensos cisnes negros, como la Guerra de Ucrania y la sequía, terminó por dinamitar cualquier expectativa de alcanzar las metas acordadas. Hasta el momento el gobierno venía esquivando las balas, incluso sin necesidad de que el Fondo le habilitara un waiver, pero la falta de divisas del campo le pusieron un rápido fin a la agonía. Ya lo hemos dicho, no hay dólares, se terminaron, y no hay manera de generarlos. La única esperanza que aún guarda la gestión Fernández es que el gobierno de los EEUU presione sobre el board del FMI para que emerja un nuevo programa. Porque la Argentina necesita, además de la modificación de la meta de acumulación de reservas, una modificación del objetivo de déficit fiscal, una modificación en la inflación esperada y que además se adelanten los giros por parte del organismo previstos para lo que queda del año.
La crisis se ve amplificada por tratarse de un año electoral, con una oposición tratando de montarse en la ola para esmerilar aún más al gobierno. Sin embargo todo hace pensar que no es más que una tormenta más en un país ya acostumbrado a los tornados. Hasta acá lo previsible. Sólo resta en el horizonte saber si a la única jugadora del tablero que juega a otro juego, Cristina Fernández, aún le queda una última carta en la manga para sacudir una vez más la previsible escena política argentina. La vice presidenta no dio demasiadas señales durante su exposición del jueves en La Plata y, si no surge de ella un impulso que produzca un giro copernicano (que involucre un nuevo realineamiento internacional y un freno a los condicionamientos del FMI), la oferta electoral de las presidenciales mostrará una homogeneidad preocupante entre las dos fuerzas mayoritarias del espectro político nacional. Sólo Milei será distinto, y eso es preocupante.