La 26ª edición del Festival de Lima significó el regreso en competencia del cine latinomericano, tras los casi dos años de pandemia
Todo festival es un recorte, una selección limitada de algo mucho más amplio y abarcador. Programar significa iluminar ciertas zonas en detrimento de otras. Sin embargo, la curaduría de la 26ª edición del Festival de Lima, que este viernes 12 llega a su fin, permitió descubrir un panorama amplio, diverso y estimulante dentro del cine latinoamericano, al que habría que sumarle también el excelente momento de la producción española.
Perú ha sido uno de los países más castigados por la pandemia (215.000 muertos para una población de 33 millones) y, por eso, es uno de los que más tarde y con mayores recaudos ha retomado la presencialidad. En Lima todavía se usan barbijos en la calle o se pide el certificado de vacunación para ingresar a un supermercado. Pero, justamente por eso, porque todo costó (y dolió) mucho, es que el festival, tras dos ediciones íntegramente online, se celebra y se disfruta con un amor cinéfilo especial.
Aunque la gastronomía es hoy el mayor atractivo peruano por encima incluso de patrimonios de la humanidad como Machu Picchu (millones de turistas gourmet viajan especialmente para disfrutar de varios de los mejores restaurantes del mundo como Central, Maido, La Picantería, Osaka o Astrid & Gastón), los organizadores del festival se las ingeniaron para que los invitados extranjeros pudieran mixturar dos experiencias artísticas: el cine y la comida (sí, aquí la comida es todo un arte). Así, la programación combinaba con absoluta precisión funciones en salas con almuerzos y cenas en barrios como San Isidro o Miraflores.
Pero dejemos la crítica gastronómica de lado y vayamos a la Competencia de Ficción, que tuvo una sólida selección de 15 largometrajes latinoamericanos. La producción regional fue una de las más perjudicadas por la pandemia (durante de dos años se filmó muy poco), pero de a poco va mostrando contundentes síntomas de revitalización. Si bien varias películas ya habían pasado por festivales más grandes (las óperas primas “1976”, de la chilena Manuela Martelli; y “Un varón”, del colombiano Fabián Hernandez, por ejemplo, tuvieron su estreno mundial en mayo último en Cannes), se pudieron apreciar algunas tendencias extraordinarias.
Una de las revelaciones de los últimos meses ha sido, sin dudas, el cine boliviano. Con una producción anual bastante reducida, las películas de ese país han tenido una cosecha excepcional. En la principal competencia limeña estuvieron “El gran movimiento”, film de Kiro Russo (egresado de la Universidad del Cine de Buenos Aires) que sigue las desventuras en La Paz de algunos personajes de su película anterior, “Viejo Calavera”, rodada hace seis años casi íntegramente dentro de una mina; y “El visitante”, tragicomedia de Martín Boulocq sobre un hombre que, luego de purgar una larga condena en prisión, regresa a la gran ciudad e intenta reconectar con su hija adolescente. El notable panorama se completó -ya fuera de concurso- con “Utama”, film de Alejandro Loayza Grisi rodado en el Altiplano con intérpretes no profesionales que expone los desafíos que enfrenta un matrimonio de ancianos que vive en condiciones muy precarias y las contradicciones que experimentan tras la visita de un nieto.
La oferta peruana también fue potente y diversa, desde la película inaugural “El baile de Los Mirlos”, documental dedicado a la popular banda de cumbia amazónica con medio siglo de vigencia (el grupo salió a tocar en vivo en la ceremonia de apertura apenas comenzaron a correr los créditos finales del film) hasta una propuesta distópica como “Tiempos futuros”, de Víctor Manuel Checa, sobre un hombre obsesionado por diseñar una máquina capaz de hacer algo que en Lima es una rareza: llover.
Aunque, como quedó dicho, el corazón del Festival de Lima es el cine latinoamericano, también se pudieron ver unos cuantos éxitos internacionales (desde “Close”, del belga Lukas Dhont; hasta “Holy Spider”, del iraní Ali Abbasi; pasando por “A Chiara”, de Jonas Carpignano) y un foco dedicado al mítico director francés Robert Bresson con copias restauradas.
Pero dentro del panorama europeo sigue destacándose el nuevo cine español, que en esta edición tuvo desde “Alcarràs”, segundo largometraje de la catalana Carla Simón (“Verano 1993”) que este año ganó nada menos que el Oso de Oro, máximo premio de la Berlinale, con las desventuras de una familia de trabajadores rurales que está a punto de perder sus tierras; y “Cinco lobitos”, conmovedor primer largometraje de Alauda Ruiz de Azúa sobre una joven (Laia Costa) que debe sobrellevar la crianza de su bebé entre hombres casi ausentes e incompetentes y una madre manipuladora.
Y para el cierre dejamos al cine argentino, que este año tuvo dos largometrajes en Competencia de Ficción (“Piedra noche”, de Iván Fund; y “Matar a la bestia”, de Agustina San Martín), pero también la presencia de Mercedes Morán, quien agradeció el premio a la trayectoria, dio una charla pública y acompañó proyecciones de algunas de sus películas dirigidas por mujeres como “La niña santa”, de Lucrecia Martel; “Sueño Florianópolis”, de Ana Katz; y “Familia sumergida”, de María Alché. Merecido reconocimiento para una figura que aquí fue recibida como una verdadera estrella.