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Ever Moriena, el veterano de Malvinas que salvó su vida con el deporte


Con 19 años fue a la guerra como voluntario. Volvió y estuvo a punto de quitarse la vida. Pero encontró en la actividad deportiva una salida. Es triatleta y cuenta cómo cambió

Por Romina Calderaro – Télam

Cuando estaba con la pistola en la boca, listo para poner fin al dolor de su existencia desde que volvió al continente, a Ever Moriena le tocaron el timbre y se vio obligado a posponer su muerte. Era un amigo que quería que firmara unos papeles.

Vivió ese timbrazo como una oportunidad. Empezó a darse cuenta de que el alcoholismo con el que lograba anestesiar el sufrimiento no era la salida y de que en la medida en que practicara algún deporte podía eludir pensamientos intrusivos negativos. Correr como resurrección. Al principio, como deporte, para llegar a ningún lado. Correr, después, con objetivos, como ganar un maratón.

Así y con el tiempo, logró convertirse en el triatleta multipremiado que hoy, a los 59 años, tiene un hijo y está conforme con la vida que se pudo construir a partir del deporte y también la meditación. «Lo hago para que la mente no maneje el cerebro», dice.

Su historia fue contada por primera vez por el escritor y periodista Federico Bianchini en su libro «Desafiar al cuerpo» e incluso fue publicada en el New York Times.

A continuación, los pasajes centrales de la entrevista que Télam le hizo a quien participó en la guerra de Malvinas como voluntario.

Correr para dejar atrás la guerra: el camino de un excombatiente de  Malvinas - The New York Times

—¿Cómo se dio esa elección?

—Fui como voluntario, no estaba obligado. Tenía 19 años y vivía en un pueblito de Córdoba. Lo sentía como un acto patriótico y como una aventura. Llegué a Malvinas el 10 de abril a las 22 horas. Estaba a cargo de 10 soldados (en su condición de soldado clase 62, tuvo bajo su mando a ese grupo durante un vuelo desde Comodoro Rivadavia a Puerto Argentino), bajamos la munición y nos quedamos a dormir porque no había nadie que nos estuviera esperando. Al otro día recién nos asignaron destino. A partir del bombardeo del 1 mayo las bombas caían a 100 metros, los superiores no nos informaban nada. El bombardeo fue a las 4, minutos después escuché el avión y las detonaciones. La guerra ya estaba entre nosotros. Dos horas después vinieron los otros ataques.

—¿Y qué fue lo más difícil?

—Uno pasa de ser alguien pasivo a ser protagonista en 48 horas, la mente humana se adapta. Los recuerdos que tengo no son malos aunque estuve tres meses en un pozo sin bañarme ni cambiarme de ropa. Me empezó a hacer ruido todo el asunto el 15 de abril porque veíamos llegar tropas del Regimiento 3 de Corrientes, que venían de convivir con 40 grados: los militares estaban improvisando sobre la improvisación, nos cambiaban de lugar sin ton ni son. Nunca tuvimos informaciones concretas. Era todo muy volátil. Y sin embargo, lo más difícil fue el regreso.

—¿Por qué?

—Porque cuando estábamos allá nuestro combustible era el amor de la gente, las cartas que nos llegaban. Y cuando volvimos la indiferencia fue absoluta. De la sociedad, de los militares y de mis conocidos. El pueblo argentino fue solidario durante, pero no después de la guerra. Y los militares tampoco. A mí no me pagaron ni el pasaje de vuelta. Cuando llegué como pude a la casa de mis viejos, la vi a mi vieja barriendo la vereda y tiró la escoba (se silencia por causa de la emoción). Resulta que no me había reconocido porque cuando fue a preguntar por mí le dijeron que estaba muerto. Lo mismo hicieron con una cantidad enorme de soldados. No dejaba de preguntarme si era yo. Y durante mucho tiempo no me acostumbré a dormir en una cama y dormía en el piso. Tampoco a dormir bajo techo. Me iba al patio abajo de una ligustrina a las 4 am. Me acuerdo de que volví de Malvinas el día de mi cumpleaños. Nuestros padres no sabían qué hacer y nosotros tampoco sabíamos transmitirles qué necesitábamos. Ni Ever ni los veteranos de Malvinas sabían qué hacer con la indiferencia de la sociedad de la posguerra, que a veces incluía a sus seres queridos. Llegó a su casa el día de su cumpleaños, después de no haber comido en dos días y con 12 kilos menos y lo peor aún no había empezado.

—¿Qué hizo apenas regresó?

—No me puedo olvidar de que unos amigos me invitaron a un asado y me preguntaban si los ingleses me habían violado en Malvinas cuando me tuvieron cautivo cuatro días. Hacían chistes. Hace poco me crucé en su pueblo con la persona que me hizo esa pregunta hace ya 40 años y sigo sin perdonarlo. Los veteranos estaban abandonados. No recibían asistencia psicológica del Estado ni existían las asociaciones para contenerlos y que compartieran experiencias. Durante mucho tiempo, las únicas personas con las que podía hablar, las únicas que lo entendían.

Correr y correr, la terapia para escapar de la guerra | Ciudadanos | La Voz  del Interior

—La posguerra fue un momento de mucha soledad…

—Éramos parias. Me acuerdo que a veces en los asados no nos hablaban, nos dejaban solos. Y el proceso de desmalvinización duró 20 años: los 20 años que nuestra lucha hizo posible que el tema se instalara en la sociedad y que nuestra lucha sea reconocida.

—¿Al volver no les ofrecieron ayuda psicológica?

—Para nada. Y cuando conseguí, a través de un contacto y una carta, que me recibiera un profesional del Hospital Militar de Córdoba, me trató muy mal. Me preguntó de mala manera qué me pasaba y cuando le conté, me respondió lo siguiente: «El problema que tienen ustedes es que fueron a Malvinas, tiraron unos tiritos y ahora se quieren hacer pasar todos por locos». Me acuerdo de que tiré una silla contra la pared y me enloquecí, tuvo que venir una enfermera a doparme y pasé una semana internado. Cuando salió del hospital, Ever iba hasta Córdoba capital desde Río Cuarto, donde estaba viviendo, a recibir asistencia psicológica. En un momento, Ever decidió que no soportaba más el dolor de estar vivo. El peso de haber perdido la guerra se mezclaba con la culpa de haber sobrevivido, las pesadillas y la indiferencia de una sociedad que no sólo no colaboraba, sino que activamente lo hacía sentir una escoria.

—¿Cómo fue esa etapa?

—La gente cree que una persona que se va a suicidar es impulsiva, (pero) no es así, yo lo venía pensando desde hace tiempo, lamentablemente tenía un arma porque andaba en la policía y un día consideré que era el momento. Tenía la pistola en la boca y me tocó el timbre un amigo para que le firmara unos papeles.

—¿Y nunca lo volvió a intentar?

—No. Pensé que los ingleses no habían podido en Malvinas conmigo y no les iba a dar el gusto. «Esto es lo que hay y vamos a ver cómo lo resolvemos. Ésta es la vida que tengo», pensé. En 1989 Ever decidió irse a Europa, donde empezó durmiendo en los trenes de noche y ayudando por algunas liras a los pescadores de día y terminó en Grecia. La primera carrera la había ganado en 1985. Comprendió que podía correr y tener un objetivo al mismo tiempo y a los 26 años aprendió a nadar para competir en triatlones.

—¿Cuál diría que fue la clave de su salvación?

—En los momentos de soledad me empecé a sentir bien y a enamorarme de mí mismo. Tuve inteligencia emocional y decidí no ir a lugares que pudiesen afectarme psicológicamente. Nunca dejé de correr y el objetivo de la competencia me comprometía a entrenar.

Ever no cree en Dios. En Malvinas le pasaron cosas que prefiere no compartir, pero que -dice- lo alejaron de la fe. De esa fe. Cree en su hijo de cuatro años, en lo que logró a lo largo de los años y en la meditación. «La mente no nos tiene que manejar el cerebro», enfatiza.

A 40 años de la Guerra de Malvinas, le vuelven recuerdos, como cada 2 de abril, que creía olvidados. No tiene rencor, sino agradecimiento. El próximo 8 de abril inauguran un monumento en el pueblito de 150 habitantes que lo vio nacer, La Carolina El Potosí, perteneciente al Departamento cordobés de Río Cuarto. «Le debo a Malvinas lo que soy hoy», dice.