Por Emilce Cuda, doctora en Teología, y recientemente nombrada por el Pontífice como secretaria de la Pontificia Comisión para América Latina del Vaticano.
Hace unos días un taxista romano me dijo: «entenderemos su pontificado dentro de diez años; recién ahí habremos visto su gran reforma».
En el X año de su pontificado, el tema que aún parece no entenderse es el de la unidad sin estrategia. Sin embargo, eso explica de qué pueblo y a qué pueblo habla Bergoglio. Cuando el joven rico pregunta a Jesús qué hacer para salvarse, el Maestro le contestó, sin dar cuenta de ninguna estrategia, que venda todo y se una. El joven se fue. Casi siempre se destaca en este pasaje evangélico la avaricia. Invito a detenerse en la unidad y se verá claramente de qué trata su reforma.
Ese pasaje permite entender por qué, en medio de la tormenta que representa un cambio de época a consecuencia de saltos tecnológicos cualitativos que llevan al límite la continuidad de la vida en el planeta, el jesuita construye la barca sinodal de la unidad, capaz de portar la humanidad a la otra orilla, más allá del caos atómico, a salvo de la infinita multiplicación que desencadena un sistema criminal. La reforma está en marcha.
El 24 de febrero de 2022, mientras los líderes políticos enviaban a sus jóvenes a morir en una guerra que amenaza con ser la estocada final a un sistema de relaciones productivas agotado, el líder religioso de los católicos, con 85 años, tomó papel y lápiz y se sentó a escuchar a jóvenes de todas las américas por casi dos horas, unidos para buscar juntos soluciones sociales concretas a problemas reales comunes. Esa es la barca, esa es la reforma, esa es la sinodalidad.
El amor como unidad, principio constitutivo de la fe y de la política, es llevado una vez más al campo de lo social, ahora por un pontífice. Su propuesta evangélica es una llamada a la unidad como bien común supremo, en tanto principio articulador de las demandas por necesidades y sueños vitales insatisfechos, antes que de demandas por intereses sectarios, tanto políticos como religiosos, que lejos de unir amorosamente, dividen diabólicamente.
La unidad social, producto del amor y no del espanto, es recuperada por Francisco para desacralizar la política y desideologizar la religión, previendo una amenaza postsecular y postcatólica capaz de cargarse al mundo en un amén. Sin tener en cuenta ese principio de la fe que es el amor como unidad viva entre las diferencias, no puede entenderse su referencia al pueblo.
El amor y la unidad no son una estrategia, son el momento de lo político -como forma más alta de caridad-, a partir del cual se constituye, en el proceso comunitario de discernimiento y toma de decisiones, la estrategia que dará sentido retroactivamente a la unidad. Esto no es populismo, esto es cristianismo. Veamos por qué.
En la Homilía de Pentecostés de 2020 -y no solo en esa-, Francisco dice que «los Apóstoles no preparaban ninguna estrategia», tampoco ningún plan para evitar riesgos. Es más, advierte que ellos no «hacen un nido» de selectos para salvarse. Por el contrario, ante la necesidad y la amenaza de muerte, a pesar de sus diferencias: confían, se unen y salen a dar lo que han recibido. Primero el amor y la unidad, luego la estrategia. Una lógica evangélica que el pueblo, sin metafísica, comprende.