Espectáculos

Adiós, Angélica Gorodischer: «Esa plebeya mirada de reina»


Por Julián Gorodischer, editor, escritor y uno de los sobrinos de Angélica Gorodischer

Yo era un nene fóbico a los perros que solo podía entrar en razón en contacto con la piel engomada de tu querido salchicha Cristóbal. Me recuerdo embobado ante tu faceta de coleccionista: tus botellitas, tus llaves, tus libros. No me hablabas de autores ni de títulos, pero en esas visitas esporádicas pero trascendentales a tu estudio-hogar, dejabas hurgar con generosidad y sin temor a que alguien osara llevarse algún ejemplar.

Una vez estuve tan cerca de meterme en tus dominios: el tío Sujer te propuso que me dejaras dormir en tu estudio, esa vez que me quedé todo un fin de semana en el chalet; yo, un chico blancuzco de departamento, me regocijaba entre las flores de tu jardincito trasero que miraste cuando creaste cada una de tus obras. Escuché que le decías: «No», y te entiendo tanto: hoy temo por cualquier presencia en contacto con mis libros y mi computadora; son objetos tan íntimamente personales como un calzoncillo. Y era un derecho a la privacidad y a la intimidad que, ya mujer de avanzada en los ’70, defendías programáticamente bajo la premisa wolfiana de «un cuarto propio» para cada mujer con ambiciones artísticas. El tío era amable, bueno, abrazador y quería verme feliz; yo era el primer hijo de su hermano menor; yo era su debilidad; fue tan lindo sentir esa importancia, esa felicidad, ese favoritismo, que solo provoca uno siendo niño. Vos supiste poner un límite.

Pero a veces pelabas esa faceta de tía que marcó nuestras vidas; la mía y la de mi hermana, Violeta, que nos dedicamos a editar, a escribir y a leer: «Poné cosas tuyas», me dijiste solo una vez en la que peregriné a Rosario para alcanzarte algunos de mis libros, o de mis artículos. Yo ansiaba tu opinión, y esta no llegaba. Pero esa vez me dejaste una pista: «Aunque estés contando las aventuras de un señor en las islas Fidji, poné algo propio y eso lo volverá curativo. Los años de aprendizaje serán muchos, seguro, pero valen la pena porque vas a aprender a escribir solo mirando a tu alrededor».

Sujer y Angélica se nos fueron en el plazo de dos años y un poco más de un mes; pasaron toda una vida de matrimonio simbiótico, enlazado por esencias y hábitos devenidos rituales. En cada una de mis visitas, el tío estaba sentado a la mesa, muy cerca de los sillones; leía el diario; cada tanto levantaba la mirada y me preguntaba si quería un té, si estaba aburrido. Inducía otra vez a Angélica para que me mostrara un nuevo libro de su interminable biblioteca; estallaba en carcajadas generosas, que celebraban lo nimio, lo mínimo, que yo podía llegar a decir. En la casa de la avenida San Martín, a todas mis edades, me sentí tan pequeño, tan chiquito, al lado de la hacedora de mundos de ficción que trascendían los límites de mi imaginación tan realista.

Con su Goro, ellos se rebelaron a «los delirios aristocráticos» –decía ella- de los Arcal y los prejuicios endogámicos de mis abuelos provenientes de las cercanías de Odessa, y un día dijeron: «Jódanse», y se casaron.

Durante sus primeros años como pareja, mi tío se recibió de arquitecto, comenzó a dar clases en la universidad, y muy pronto –contratado por una gran empresa- a viajar por las provincias del Litoral, estando a cargo de proyectos importantes. En tanto, Angélica retomó el trabajo en la biblioteca de la Facultad de Filosofía, y redactaba trabajos científicos e hizo traducciones. Antes de que se mudaran a Rosario, mi padre tenía quince años; eso fue hace muchos años.

Cada día, a las cinco de la tarde, mi padre se tomaba el tren en Chacarita y se bajaba en El Palomar –cuando mi tío viajaba- para acompañar a una joven Angélica de unos 25 años. Pasaba allí la noche, y cada mañana, se volvía a la Capital. Esas jornadas compartidas con Angélica, que era doce años mayor que él, dieron un impulso fuerte de maduración a la adolescencia de mi padre, que sentía que ya podía cumplir la función de dar tranquilidad a su cuñada, una señora de 25 en las afueras pre-rurales de hace 67 años, en el Palomar, terribles para una dama, a pesar de todo lo vanguardista que se sintiera. Mi padre y Angélica se entendían solo con silencios y prescindencia, uno del otro.

«Era un barrio de casitas todas iguales –me dice mi padre, a sus 82- como las que se ven en las películas de los Estados Unidos»; es una imagen fija que hoy, cuando acaba de enterarse de la muerte de su cuñada, vuelve como una ensoñación. «Todos los días yo iba, me pasaba la noche y a la mañana volvía. Fueron mis primeros viajes en tren. Otras veces, tu tío se iba a trabajar al Litoral, y Angélica se quedaba en casa de la abuela Mania y el abuelo Ichiel, sobre la calle Avellaneda (en Caballito)».

Cuando mi padre, a sus 33, se casó con mi madre, de tan solo 25, Angélica irrumpió en el salón –año 1968- con «un vestido precioso –se iluminan los ojos de mi madre hoy-, medias blancas, un corte de pelo muy moderno. Ella venía de una casa casi aristocrática».

«Cuando, estando de novia, papi me la presentó –me revela mi madre- ella llamaba a la mucama con una campanita. Yo era una chica de 18, de La Paternal. Estaba la mesa muy bien puesta; en un momento yo agarré el pan; y ella me dijo: ‘Querida, te estás comiendo mi pan’. A su manera me enseñó dónde iba el pan. Pero ni siquiera lo recuerdo ahora. ¿De qué lado va el pan?», me dice mi madre, con su ironía característica.

Angélica fue moderna y disruptiva dentro de un clan judío de la primera mitad del siglo XX, que habitaba un edificio de rentas al que se subía por la escalera –en el que pasé mis primeros siete años de vida-, y que aún persiste sobre la calle Avellaneda. Algunas otras veces en que mi tío Sujer partía a trabajar lejos, Angélica se quedaba en el 1ro A de la calle Avellaneda, y se comportaba de una manera «especial» –creían los habitantes permanentes de la morada-. Bajaba la persiana al mediodía; los abuelos Ichiel y Mania «se ponían medio locos –recuerda papá- pero la respetaban mucho y no se atrevían a decirle nada». A Angélica le tocaba convivir con unos inmigrantes ucranianos rígidos, antiguos, herederos del siglo XIX del Zar y los pogroms; allí era una adelantada; era una chica díscola que reivindicaba su derecho a beberse una copa de vino a pleno día, y la cortina seguía baja desde la mañana, para evitar el reflejo del sol, con luz prendida artificial, cuando ella se disponía a leer sus ficciones incomprendidas por el abuelo, empleado industrial, y la abuela, ama de casa.

Hoy que se fue, siento que mi prima Cecilia es otra de las obras maestras de Angélica; más allá de los libros, su sonrisa es mi dicha de la infancia de cuando iba a Rosario y de ahora. Es la persona que te abraza y te contiene cuando ella sufre una pérdida; arma nido; cuida el núcleo familiar aun a 300 km de distancia, tres horas de viaje que recorremos poco y nos prometemos hacerlo más; más allá de las distancias, celebro este reencuentro en la adultez. Nos faltaron historias de travesuras o aventuras de nenes; habitamos ciudades distintas, pero nos fuimos encontrando cuando hace muy poco, nos pusimos a recordar, a sostener y a mantener la memoria de los que se van yendo.

Sergio, Horacio, primos queridos: en este punto quiero decirles lo que no llegué a verbalizar en el velatorio del tío, ni nunca antes. También en ustedes vemos la huella del tío Sujer y de Angélica: son una gran sonrisa y una calidez hospitalaria que se nos vino encima como un almíbar sosegador cada vez que pisamos Rosario, y nos compartieron generosamente sus entornos, sus hábitos, sus hermosos lugares en el mundo, con una vista al Paraná que fascina.

Cada visita a Rosario, el broche de oro fue la visita a la casa de la avenida San Martín, allá lejos, en esa periferia pre-pueblerina del tío y Angélica –tan mundanos, tan cosmopolitas, tan nucleares y característicos de la sociedad baja, media y alta rosarina (¿quién no tiene en Rosario su anécdota con Sujer, mi querido tío Saúl, y con Angélica paseándose por todos los estratos de la Ciudad?)-.

Tengo la foto ante mí: allí están, Lidia Paulina –mi madre- y Angélica, una a cada lado de un todavía adolescente primo Sergio; mi madre y su corona de flores blancas, su mirada vidriosa perdida en el fuera de campo, soñadora, imaginadora; anhela. La bobe Mania tiene las manos entrecruzadas como agarrando la escena, y que no se esfumen en el tiempo y la desmemoria –como pasará- todas esas vidas y uniones y descendencia. Es el casamiento de su hijo menor, mi padre. Ahí está Angélica. Qué moderna: provoca a la lente; es la más consciente de «pose» con su mano izquierda toma su brazo derecho. La sonrisa en su punto perfecto seduce a la cámara. Representa la dicha de la fiesta y de la unión y el hartazgo ante todo ritual convencional, familiar y social. Eso es lo que transmite su plebeya mirada de reina.