Por Candi
En rededor de no pocos corazones, dan vueltas, ansiosas por atravesarlos, saetas de punta umbría. De tanto en tanto, las estremecedoras flechas atraviesan la carne de los sentidos y pegan en la sustancia inmaterial del espíritu que se arruga, se dobla, pero sin partirse. Entonces comienza el sufrimiento.
El sufrimiento es, en mi opinión, un estado antinatural del “yo”, un sentimiento ajeno a la sustancia de la persona, pues ésta no fue creada para sufrir, sino para “vivir plenamente”, y el sufrimiento es muerte del derecho a la felicidad ¿Derecho a la felicidad? Sí, derecho a la felicidad. Antes de ir a la definición “candiniana” de lo que es la felicidad, me permitirá el lector que recuerde que el sufrimiento se produce, la mayor parte de las veces, por factores ajenos a la voluntad del individuo. En ciertas ocasiones, también, el dolor sobreviene por autoatentados contra la integridad del propio “yo” (cuando el individuo odia, mezquina, envidia, es decir aloja en su corazón sentimientos oscuros) y por causas naturales no aceptadas por el hombre, como la muerte.
Dios o la fuerza de la vida, digámoslo, no desea el dolor para ninguna criatura, pero como este viene casi siempre como efecto del mal que provocan ciertos hombres, necesariamente Dios, esa fuerza o la naturaleza, si lo prefieren así, le da un buen sentido al dolor: es el de impulsar a quien lo padece a superarlo para después acudir en ayuda de otros adoloridos y elevar a la humanidad que suspira entre la descomposición.
La felicidad
Según el diccionario de la Real Academia Española, la felicidad es “un estado de grata satisfacción espiritual y física”, y esta es una buena definición de la felicidad, estado de ánimo que “toda criatura viviente” (y no solamente el ser humano) tiene derecho a obtener. En el caso del hombre, a ese derecho lo debe acompañar necesariamente la obligación de luchar por ese estado de cosas, por la felicidad.
A partir de esta definición, se comprende que la felicidad no es solo el placer, el goce que proviene de una acción de orden material. Es más, la felicidad no es tampoco el placer espiritual, porque la verdadera felicidad trasciende todo eso y podría definirse “como un estado de paz interior, de calma, permanente carnal y espiritual”. Esta paz interior se produce con la esperanza en la adversidad y la gratitud en la prosperidad. Gozar con prudencia en la prosperidad y soportar el dolor o la tristeza con esperanza y “haciendo”, “obrando”, en la adversidad.
Mi charla con Rathge
Mi reparador de mente disparatada, o tal vez disparada hacia nebulosas existenciales en donde no se ve nada; esto es el terapeuta, escritor de artículos interesantes, pensador, psiquiatra y disertante, doctor Ernesto Rathge, quien por sus dotes y talento no necesita más presentación, ha expresado en uno de mis últimos encuentros con él, (y puesto que en estos tiempos algunas circunstancias poco favorables danzan sobre mi vida) algo sobre el sentido de la vida “¿Cómo se puede estar bien -le ha preguntado- cuando otra vida sufre y uno mismo sabe lo que es el sufrimiento?” “¿Cuál es el sentido de todo esto si no hay trascendencia?” Esta última pregunta, para alguien que desea fervorosamente vivir de la fe, pero que lo sujeta la razón, es bastante demoledora; especialmente para quien se bambolea entre el Evangelio y Nietzsche.
No puedo, el lector lo comprenderá, abundar en detalles sobre mi última charla con el doctor Ernesto Rathge, pero sí puedo decir (por cuanto todos mis escritos están basados en testimonios de vida propios y de otros) señalar un aspecto de mi vida cotidiana: en los últimos años acostumbro a concurrir en los atardeceres a un barcito muy acogedor que me trae recuerdos de bares de París. Allí todas las tardes escribía artículos de opinión, escritos sobre la vida y algún oprobioso remedo de poesía. En este último encuentro con mi reparador de mente le he dicho: “Esta desazón me paraliza, no tengo ganas de nada, ni siquiera de escribir. Ya ni siquiera me movilizo demasiado, apenas si voy a un bar pintoresco, muy parecido a esos barcitos europeos donde los parroquianos ven pasar los días y la vida. Yo solía escribir allí, pero ya no lo hago”.
Hacer, la solución feliz
Luego de un intercambio de palabras en las que no estuvieron ausentes algunos filósofos, Rathge me dijo algo por el estilo: “el sentido de la vida es hacer lo que uno sabe y hacerlo bien. Hacer, en tu caso, es ir al bar con un anotador y una lapicera y escribir”. Y aquí estoy, estimado lector, en este atardecer en el cálido barcito, escribiendo para mí y para alguien más (tal vez diez personas o una, no lo sé y no importa). Escribiendo sobre la felicidad; y encuentro que hay “grata satisfacción”, aun en la melancolía; que mientras se espera esperanzado en la incertidumbre y la nostalgia de la noche que amanezca, la felicidad, entendida en su sentido extenso, no está ausente si uno “hace”, con amor, “acciona” y se empeña en descubrirla.