Por Carlos Duclos
Ya no se queja triste el bandoneón, ya no rezonga el fuelle, ni hay soplo de vida en él. Las manos que lo animaban han muerto hace años, como murió esa Patria que lo vio nacer en el Abasto, que lo vio crecer y deslumbrar por las calles de aquella argentina pujante, esperanzada, luego impiadosamente conculcada, humillada, herida mortalmente. Hace pocos días se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de Aníbal Troilo, el maestro del tango y del bandoneón, genio y hacedor de genios, como el caso paradigmático y proverbial de Astor Piazzolla. Pocos, casi nadie, se acordó de “Pichuco” el martes pasado, porque esta nueva Argentina, herida, mediocre y dividida, no tiene tiempo para aquellas cosas que alguna vez le dieron vida y esplendor. Algunos, claro, a esa nación no la conocen, porque no la vivieron, no se la contaron, o se la contaron mal.
Con el último suspiro de Pichuco, comenzó a producirse el último estertor de aquella Patria que quería ser más, pero no la dejaron. Ya sé que es un sacrilegio mezclar el justo homenaje a un genio con la burda política que se ha cultivado con singular éxito en este país exánime, pero no es esa la intención de esta columna, sino la de recordar a un genio y en él a una generación que hizo del arte, de la educación, de la cultura, del orden, del respeto por valores fundamentales y del progreso, un culto. Pero, como dice el tango: “todo eso ha muerto ya lo sé”.
Aquellas cosas que flameaban antaño como valores innegociables, le fueron arrancados al pueblo, con perspicaces y habilidosos artilugios, por inescrupulosos de uno y otro signo. A este pueblo hace tiempo triturado como pan viejo, le mintieron, haciéndole creer que lo bueno era lo malo, que lo malo era aceptable. Y así aquella Nación que, aun con sus caídas y pecados (que los tuvo, claro), quería alcanzar la gloria, vino a andar en el fango de la perdición. La única verdad es la realidad ¿no?
“Nostalgia de los años que han pasado (…) amargura del sueño que murió”. Hace unos momentos atrás, alguien dijo una verdad tan triste como incontrastable: “nosotros (los de esa generación de Pichuco, de Borges, de Favaloro, de tantos grandes argentinos) ya hemos vivido, pudimos, pero pienso en nuestros hijos, en nuestros nietos” ¡Tan cierto, tan doloroso!
Nadie vio esta realidad que hoy nos apabulla como el gran Ernesto Sábato, un talento justo, imparcial como todo genio, quien antes de morir plasmó aquello que veía en su libro La Resistencia: “…hoy los hombres tienden a cohesionarse masivamente para adecuarse a la creciente y absoluta funcionalidad que el sistema requiere hora a hora. Pero entre la vida de las grandes ciudades, que lo sobrepasan como un tornado a las arenas de un desierto, y la costumbre de mirar televisión, donde uno acepta pase lo que pase, y no se cree responsable, la libertad está en peligro. Tan grave como lo que dijo Jünger: «Si los lobos contagian a la masa, un mal día el rebaño se convierte en horda». Ni más ni menos.
Y como es cierto lo que dijo Ernesto Sábato que “resignarse es una cobardía, es el sentimiento que justifica el abandono de aquello por lo cual vale la pena luchar, es, de alguna manera, una indignidad”, podemos escuchar Sur con nostalgia, como homenaje a Pichuco, conmemorando de algún modo a esa Argentina que se fue, pero también con la esperanza de que resurja de entre las cenizas y con el compromiso de obrar para que ello suceda.