Bashar al Assad está en el poder desde el año 2000 y atravesó una revuelta social en 2011, que dejó a un país en una gran crisis. Ahora busca la reelección en unas elecciones sin oposición
La guerra en Siria cumple mañana diez años y el presidente Bashar al Assad permanece en el cargo a pesar del complejo rompecabezas de fuerzas que amenazan su poder, con una gobernabilidad que sigue siendo frágil ante el control de territorios por parte de facciones rebeldes y potencias extranjeras y, de forma más urgente, por la crisis económica.
La ola de protestas de la primavera árabe de hace una década ya había derrocado a los presidentes Zine el Abidine Ben Ali, de Túnez, y al egipcio Hosni Mubarak, y parecía que Al Assad, en el poder desde el 2000 tras heredar el puesto de su padre, que gobernó durante 30 años, tenía los días contados cuando estalló la revuelta en su país.
Visto en un principio como un reformista por Occidente, que lo premió en cada país que visitó, el presidente combatió el levantamiento con la fuerza de las armas y mantuvo esa militarización ante la transformación del conflicto interno en una compleja guerra que involucra a rebeldes, extremistas islámicos, kurdos, potencias regionales como Turquía y fuerzas internacionales.
Gracias al apoyo de Irán y a partir de 2015 de Rusia, logró debilitar lo suficiente a sus enemigos para garantizar su continuidad en el poder, y este 2021 buscará un nuevo mandato de siete años en unas elecciones consideradas una formalidad ante la inexistencia de una oposición política y con muchos de sus detractores desplazados forzosamente al exterior.
Aunque Al Assad, de 55 años y recientemente positivo en coronavirus, todavía no confirmó oficialmente si va a ser el candidato del Partido Baaz Árabe Socialista, todo indica que va a repetir lo ocurrido en 2014 cuando, en unos comicios realizados en pleno desarrollo de la guerra, obtuvo cerca del 89 por ciento de los votos.
«El poder de Assad sigue siendo lo suficientemente grande como para permanecer en el cargo. Tiene un apoyo considerable dentro de lo que queda de la población siria, que teme que el país pueda caer en un Gobierno teocrático por parte de grupos yihadistas de línea dura», indicó a Télam Mehmet Ozalp, director del Centro de Estudios Islámicos y Civilización y profesor en la Universidad Charles Sturt, de Australia.
«Assad demostró que puede sobrevivir a la guerra civil, la rebelión y las sanciones económicas», destacó.
El politólogo franco-libanés Ziad Majed, autor de dos libros sobre Siria, uno de ellos titulado Dentro de la mente de Bashar Al-Assad, también da como un hecho que el presidente se mantendrá en el Gobierno, aunque en declaraciones a esta agencia consideró que «desde una perspectiva más larga va a ser muy difícil que pueda sobrevivir en el poder».
Las razones que brinda para llegar a esa conclusión son varias: «Entre Rusia e Irán hay miradas divergentes sobre la situación, la negociación de Estados Unidos con Irán (por el acuerdo nuclear) puede presionar de alguna forma sobre los intereses en la región y Rusia también sabe que una solución no puede ocurrir sin el involucramiento de Estados Unidos y Turquía, todos actores principales en conflicto».
Lo concreto es que el desafío más urgente para Al Assad hoy no es la guerra, sino la economía, que está en su peor momento desde el estallido del conflicto en 2011: la libra siria alcanzó en febrero un mínimo histórico frente al dólar, los precios de los alimentos se duplicaron en un año y el 60 por ciento de la población (unas 12 millones de personas) no tienen acceso a comida regularmente, según un informe reciente de la ONU.
Esto en un país diezmado en su infraestructura por la guerra, con un tercio de su población refugiada en otras naciones, afectada por el cierre de fronteras ante la pandemia de coronavirus, objeto de sanciones monetarias por parte de Occidente y golpeada también por el colapso de la economía de su vecino Líbano.
«La mayor amenaza hoy para el régimen de Assad es la crisis económica, entre el desmanejo, la corrupción, la destrucción del país, el alto nivel de desempleo, el hecho que los recursos son pocos y las líneas de producción están en su capacidad mínima», explicó Majed.
«La reconstrucción del país requeriría una normalización diplomática, y esto no puede ocurrir mientras no haya una solución política, de la que Assad no puede ser parte. La oposición no lo permitiría y la comunidad internacional tampoco, ya que es acusado por organizaciones humanitarias y la ONU de cometer crímenes de guerra y contra la humanidad», añadió el docente del departamento de Estudios Árabes de la Universidad Americana de París.
De acuerdo a un artículo publicado en The Arab Weekly, la revista del diario panárabe londinense Al-Arab, esta situación asfixiante provocó protestas en zonas que eran leales al mandatario, como Latakia, Tartús, Sweida y en la capital, Damasco, aunque en esta ciudad las manifestaciones quedaron reducidas al mínimo por la fuerte presencia de fuerzas de seguridad.
Los principales aliados de Al Assad, Rusia e Irán, que además de ayuda militar brindaron asistencia financiera, están lidiando con sus propios problemas económicos derivados de la pandemia y, además, la mayor parte del área petrolera y agrícola de Siria está en territorios controlados por fuerzas kurdas apoyadas por Estados Unidos.
Esto último lleva a otro hecho que limita al actual y futuro Gobierno de Al Assad: la soberanía de Siria seguirá fragmentada, con extensiones de territorio controladas por fuerzas rebeldes y potencias extranjeras.
La norteña provincia de Idleb sigue bajo el dominio de una coalición de milicias islamistas con el apoyo de Turquía, cuyo ejército también ocupa zonas cercanas, mientras que el Noreste está controlado por fuerzas kurdas con el respaldo de Estados Unidos, que a su vez mantiene una base militar en el Sur, junto a las fronteras de Jordania e Irak.
Se estima que la guerra causó hasta el momento más de 500.000 muertos, pero el conflicto continúa y Al Assad sigue en el poder.