Opinión

El grito de gol que muchos todavía no gritaron


Por Ayelén Pujol, periodista y jugadora de fútbol, autora de los libros ¡Qué jugadora! y Barriletas Cósmicas

Un amigo me contó que en un viaje en avión desde Catamarca hacia Buenos Aires se le sentó al lado un sueño. No recuerda su nombre, pero sí que era un torbellino de nervios y ansiedad, con el celular en la mano, intentando registrar cada instante, mientras hablaba sin parar y le narraba a su familia eso que estaba viviendo. Tenía 36 años, el pelo corto peinado hacia el costado y nunca había volado. Era una futbolista que, le contó, venía a probarse a Ferro y a saldar una cuenta pendiente: jugar en un equipo de Buenos Aires. Lo había deseado a los 20, pero no había podido cumplirlo. En su casa, su papá le dijo que no: el cuco de la gran ciudad era el argumento que usaba con firmeza para, quizá sin intención, moldear sueños y deseos.

Pero ahí estaba ella, el sueño hecho persona. Se mordió los dientes, se agarró fuerte del asiento y, mientras el avión empezaba a despegar, afrontó el miedo a sacar los pies de la tierra. No era sencillo: el hábitat natural de las futbolistas está en el suelo. Se enraizan ahí para patear y sacar ramas. Ahí están los brazos con los que van a tener que pelear en una sociedad que -todavía, insisten algunos- les sigue diciendo que ese juego no.

Y mientras tanto, en Argentina y el mundo, el fútbol femenino crece, pese a que la masculinidad resistente ponga trabas.

El historiador peruano Jaime Pulgar Vidal me contactó para dialogar sobre su teoría: considera que durante la pandemia fueron las mujeres, las lesbianas y las personas trans quienes más avanzaron en esta disciplina. Dice que además de su lucha, la masculinidad propia del machismo futbolero no se expresó. Claro, las canchas estuvieron vacías en este fútbol de pandemia.

¿Y ellas? En este tiempo de pelota casi parada armaron jugadas de pizarrón: crearon áreas de género en los clubes, elaboraron en reuniones virtuales protocolos contra la violencia de género, se entrenaron en departamentos chicos y sin elementos de sus clubes para estar en forma para la vuelta, muchas se movilizaron al Congreso Nacional para exigir que en Argentina el aborto sea legal, seguro y gratuito. Algunos espacios barriales, como la Nuestra Fútbol Feminista en la villa 31, con la pelota parada trabajaron para acercar a las jugadoras alimentos y productos de limpieza.

De ahí fue el primer caso positivo del fútbol argentino. Stephanie Rea, arquera de Excursionistas y madre de 24 años, se contagió en cuarentena. En uno de los hoteles de la Ciudad de Buenos Aires donde estaba aislada para recuperarse encontró una cucaracha en el flan. Un símbolo que llenó de rabia.

En tiempos de Covid la desigualdad con el fútbol de varones fue aún más evidente. La pelota volvió a rodar primero para ellos. La metáfora de la disparidad llegó desde España. En el país donde Lionel Messi hacía ejercicios en el gimnasio de su mansión, Estefanía Banini no tenía pelota en su departamento.

En este año la Selección no jugó un solo partido. Ni uno, ni siquiera en el predio de la AFA en Ezeiza, entre ellas. A esta altura del año algunas personas se olvidan, pero el semiprofesionalismo estuvo por desaparecer. Un dirigente dijo que la AFA dejaba de pagar los salarios, pero a las horas se desdijo. Y apareció Claudio «Chiqui» Tapia, autoproclamado presidente de la igualdad de género, para garantizar la continuidad e ir más allá: postuló a Argentina para organizar el Mundial Sub 20 en 2021, la Copa América 2022 y la Copa Libertadores 2020 -que se jugará en 2021- y elaboró un plan de desarrollo.

Hay desconfianza. Y sí. En la primera fecha, el partido que tenían que jugar San Lorenzo y Estudiantes se suspendió porque no había luz en la cancha de Ferro. O nadie quiso dejarla prendida, todavía no se sabe.

Hay dirigentes de AFA que proponen un modelo de desarrollo que parece despreciar las transformaciones profundas y adorar los grandes titulares. Son pesadillas que se meten en el medio de los sueños.

En este año también hubo un hecho histórico, uno más: Mara Gómez debutó en Villa San Carlos y fue la primera jugadora trans en participar de un torneo de AFA.

A lo largo de la historia hubo -hay- muchos que pensaron -los ojos ciegos bien cerrados- que el fútbol femenino no existía. Que ellas estaban muertas, en lenguaje de tribuna. Son los mismos que no saben que las futbolistas están hechas de luchas antiguas, de cicatrices curadas y de otras mal sanadas. De esas marcas en el cuerpo que sirven para no olvidar. De ritos. En Nuestra parte de noche, la novela de Mariana Enríquez, Rosario le cuenta a Juan la leyenda de los guaraníes. Enterraban a los muertos en ollas de barro y los conservaban cerca, incluso dentro de sus propias casas, porque creían que podían devolverlos a la vida. La preservación era una garantía para la reencarnación de las almas del pasado.

En estos últimos años ellas anduvieron en eso. Recuperaron memorias, armaron jugadas de pizarrón y no perdieron los sueños: la potencia del deseo de jugar.

La futbolista del avión, la que viajó a comerse el mundo, le dijo a mi amigo que venía por un puñado de días: cuatro partidos amistosos y la presión de encontrar un trabajo para poder vivir y mantenerse en Buenos Aires, para seguir persiguiendo los sueños de fútbol. Todo, en cuatro días.

Juega, le contó, de 5. Todavía no la conocemos pero ya la imaginamos guerrera, parada en el centro del campo con el corazón que late más fuerte en cada quite, amiga del pase y habladora, de esas que, desde la mitad, ordena hacia atrás y hacia adelante. Enraizada a la tierra, claro, por eso el temor a volar.

Si la conocés decile que la estamos buscando: tenemos un secreto para pasarle. La certeza de que nadie conoció nunca lo que es el amor por el fútbol si no gritó al menos una vez con pasión un gol de una futbolista. Necesitamos gritar uno suyo.