Por Damián Umansky - Periodista especializado en temas internacionales
“Maradona es el apellido de la Argentina”, es una de las tantas originales definiciones para graficar la dimensión de lo que representa Diego para el país. Los argentinos nos jactamos durante décadas de identificarnos en cualquier parte del mundo mencionando las 8 letras del nombre de familia del jugador de fútbol más grande de todos los tiempos.
La noticia de la muerte de Maradona conmovió al mundo. Apenas conocida la noticia, las redes sociales se convirtieron en epicentro de homenaje universal al Diez. Figuras e ignotos de todas partes compartieron al unísono un mismo sentimiento. Se hicieron virales imágenes de improvisados santuarios y monolitos en Calcuta o Bangladesh, por ejemplo. En Nápoles el alcalde decidió rebautizar el nombre del estadio San Paolo por el del excapitán de la selección Argentina. En Francia, el presidente Macron le dedicó una carta donde lo ponderó como futbolista, aunque cuestionó sus ideas políticas. El día posterior a su muerte, un collage con 144 portadas de diarios de todas partes ilustró el impacto de la noticia a nivel global,
Diego fue un rebelde, un transgresor dentro y fuera de la cancha. Su genialidad estuvo siempre ligada, más allá del talento, a su instinto. Así también configuró su relación con los principales líderes políticos mundiales. Desde esta lógica construyó vínculos entrañables, como con Fidel Castro, y enfrentamientos acérrimos, como con George W. Bush. Nunca necesitó del poder de nadie para ser Maradona. A su lado, convirtió en actores de reparto a Putin, Gadafi, reyes o papas.
Maradona es fruto de las entrañas de uno de los barrios más vulnerables de la Argentina, Villa Fiorito. La notoriedad de Diego ayudó a visibilizar también la realidad de otros miles de anónimos que aquí, y en otras partes de la Tierra, viven y crecen en medio de la miseria. Y el propio Pelusa reivindicó siempre sus orígenes. Bajo esta lógica se podrían explicar también sus simpatías políticas.
En Italia eligió Nápoles, del sur pobre, menoscabado siempre por el norte opulento, al que el propio Diego puso de rodillas en más de una oportunidad en Turín o Milán. No se intimidó ante el Papa Juan Pablo II, cuando consideró como una obscenidad el oro del Vaticano. Se subió al tren del ALBA para viajar a Mar del Plata y decirle NO al ALCA. Se solidarizó con Lula cuando fue preso y con Evo Morales cuando fue obligado a dejar el poder en Bolivia. Poco le importaron las críticas por su cercanía a Chávez, Maduro y Fidel.
Maradona no fue de izquierda, ni de derecha, sino todo lo contrario. Con su estilo y sus contradicciones, forjó lazos con quienes creyó mejores representantes del campo popular.
Nunca le puso filtro a sus ideas. Cuentan, incluso, que hace apenas dos años gestionó a través de sus allegados al Gobierno de los Estados Unidos que le permitan el ingreso a país porque quería llevar a su nieto a Disney. Según relató su propio abogado, estaba todo dado para que se levantara la prohibición entrar a EEUU que regía desde los ´90, a causa del problema del Diez y la droga. A cambio, las autoridades norteamericanas pidieron como condición que no criticara públicamente al presidente Trump. Diego no pudo con su esencia y llamó “chirolita” al titular de la Casa Blanca en una entrevista a la cadena Telesur.
Maradona nunca volvió a los Estados Unidos desde la Copa del Mundo de 1994. Sin embargo, hay una leyenda urbana que contradice esta afirmación. Cuenta la historia que en una visita a Canadá, donde vive su hermano Lalo, se subieron a un auto, cruzaron la frontera y condujeron hasta una estación de servicio donde flameaba la bandera con las barras y las estrellas. Asegura la historia que se bajó del coche, se sacó una foto y se volvieron.