Por Gabriel E. Merino, Dr. en Ciencias Sociales, docente de la Universidad Nacional de La Plata e investigador del CONICET.
Estados Unidos se encuentra inmerso en una profunda batalla electoral, en la cual está en discusión algo más que el poder formal de la potencia central del siglo XX, que hoy se encuentra en declive relativo.
Atrás quedaron los relatos sobre el “nuevo siglo americano” que acompañaron tanto las ilusiones globalistas de fines de los años 90’, como las guerras en Afganistán e Irak a comienzos del nuevo milenio.
El declive relativo agudiza la puja interna en su “círculo rojo”, es decir, las luchas al interior de los grupos y fracciones dominantes, que atraviesa sectores políticos, económicos e ideológicos. Puja que ya se veía hace 20 años y hoy se ha exacerbado, y que se refiere tanto a la política interna como externa.
Las polarizaciones se producen en torno a todos los temas que hacen a la construcción de un proyecto político estratégico, más allá de que acuerden en los grandes objetivos geopolíticos (como, por ejemplo, recuperar la hegemonía en América Latina). Las “grietas” se establecen sobre un conjunto inmenso de temas, algunos medulares como:
1- las guerras y la estrategia en Medio Oriente;
2- el papel y poder de los organismos e instituciones multilaterales (FMI, BM, OMC, etc.) en relación al papel y poder estatal de los Estados Unidos (unipolarismo unilateral vs unipolarismo multilateral);
3- la estrategia para enfrentar las potencias/polos de poder emergentes regionales y globales;
4- rol de los acuerdos multilaterales de comercio, inversión y regulación económica transnacional, que Trump desechó;
5- recuperación de los eslabones industriales de media y baja complejidad o especializarse en grandes finanzas, tecnología de punta y servicios intensivos en conocimientos para el mercado mundial;
6- el diseño del sistema de salud;
7- los inmigrantes;
8- la cuestión del cambio climático.
Además, a ello se le agrega un profundo y creciente malestar de las clases trabajadoras, cuyos salarios se encuentran relativamente estancados desde hace cuatro décadas, dibujando un paisaje de creciente desigualdad y sentimiento anti-establishment. Esto se articula con un profundo racismo histórico, exacerbado tanto por la crisis que golpea a los obreros blancos industriales como por el reimpulso de la identidad “blanca, anglosajona y protestante” de las fuerzas nacionalistas conservadoras, frente al multiculturalismo que proponen globalistas y liberales.
La pasada elección presidencial, que llevó al magnate a la Casa Blanca y consolidó el giro en el mundo anglosajón iniciado por el Brexit, resultó ser todo un salto cualitativo en las fracturas internas. La asunción de las fuerzas nacionalistas-americanistas, bajo el lema del “America First”, significó un gran retroceso para las fuerzas globalistas, que hoy buscan recuperar el control de la Casa Blanca apoyando a Joe Biden.
El nacionalismo económico industrial de Trump está ligado a grupos económicos asentados en las industrias tradicionales, donde se destacan líderes de corporaciones siderúrgicas como Nucor, de gigantes industriales y energéticos como Koch Industries o de grandes empresas petroleras y de la industria del carbón. Estos niegan el cambio climático y promueven un fuerte proteccionismo industrial frente a la competencia de China, pero también de aliados tradicionales como Alemania y Japón. Se trata de una agenda completamente contraria a la del libre comercio y la de los grandes acuerdos multilaterales que impulsan la cúpula empresarial comandada por el capital financiero transnacional.
Sin embargo, los intentos de Trump por “reindustrializar” Estados Unidos no dieron los resultados buscados, aunque sí logró impulsar a corto plazo la economía interna, profundizando el keynesianismo militar y los beneficios fiscales mediante rebajas de impuestos.
Tampoco tuvo gran efectividad la guerra comercial, una de sus estrategias centrales frente a los desafíos que le presenta China, o los esfuerzos de los sectores neoconservadores dentro del gobierno de Trump para imponer una “nueva guerra fría” como dispositivo geoestratégico. El mundo actual profundamente interconectado y con China en proceso de convertirse un núcleo central de la economía mundial (en términos productivos, tecnológicos, comerciales y financieros) es muy distinto al de los años 70’. China claramente no representa el mismo desafío que la Unión Soviética.
Pero no fueron estos problemas sino el desastre económico y sanitario provocado por la pandemia lo que abrió las chances para el partido demócrata, cuya cúpula se deshizo de los referentes que podían establecer una agenda reformista a favor de las clases populares para quedarse con el candidato del “establishment”, ligado a las fuerzas globalistas de las redes financieras globales con asiento en Wall Street y Londres.
Un triunfo de Joe Biden probablemente busque retomar la agenda de política exterior de estos sectores, abandonada con el fin del mandato de Barack Obama: recuperar el Tratado Trans-Pacífico y el Tratado Trans-Atlántico, intentar fortalecer instituciones multilaterales del norte global y establecer las reglas de juego del siglo XXI frente al desafío de China, expandir la OTAN hacia el Este y recrudecer el enfrentamiento con Rusia y retomar el acuerdo con Irán para alejar al país persa de China, entre otras.
Pero, por el momento, la fractura y el empantanamiento político continuarán. A la vez que seguirá creciendo el malestar de las clases populares estadounidenses y el sentimiento anti-establishment, en un capitalismo hiper-financiarizado y salvaje que horadó el “sueño americano” y hace crecer las “grietas” que surcan la sociedad.