El 9 de septiembre de 1993 pasó lo imposible: firmó su contrato y el lunes 13 fue presentado en una práctica abierta a la que asistieron 40.000 personas.
Un poco excedido de peso, el pelo largo y el talento escurridizo, esporádico. Diego Maradona frota la lámpara y el genio se desvanece el 13 de junio de 1993, el capítulo final de la aventura en Sevilla, prólogo de esta historia. Van 8 minutos de la segunda parte, mezclado en un desabrido 1-1 frente a Burgos, un partido de la Liga de España. Fastidioso, enérgico, arroja sobre el césped el brazalete de capitán, después de infiltrarse en el entretiempo, cuando Carlos Bilardo decide sacarlo de la escena. Maradona se va directo al vestuario, luego a la casa, luego al aeropuerto rumbo a Madrid, luego a Buenos Aires. Pero antes le arroja su ira sobre esa suerte de padre futbolero. «¡Hijo de puta! ¡La puta madre que te parió!», vocifera. Tiempo después, se dice que dijo: «Sevilla, nunca más. Es más, tengo más ganas de largar el fútbol que de volver a jugar. ¡Nos vamos!», le advierte a Claudia, su mujer.
Angustiado, nervioso, el Narigón enfrenta los micrófonos con temor. «Cuando Diego me diga algo a mí, vamos a hablar. Sólo vi que le dolía la rodilla», suscribe. «Se hizo todo para poder ganar.», aclara, por si hiciera falta mencionarlo. Años después, en una charla con El Gráfico, el exDT recuerda con asombro aquellos días y noches. «En la cancha no me di cuenta. A la noche, en la televisión, veo que me putea cuando lo cambio. El martes a la mañana, cuando llegué al entrenamiento, les dije a los muchachos: ‘Hoy hacen la parte física -era la primera vez que hacían la parte física una mañana-, yo me quedo acá paradito, mirando’. Esperaba a Diego. Después, me fui a la casa. No estaba, había ido a Madrid. Lo cuento porque ya lo contó él, eh. Y nos peleamos, nos agarramos a las trompadas. Enseguida, Claudia y Franchi nos separaron. Pero esos días, entre domingo y martes, no dormí».
En realidad, a Bilardo le costó siempre dormir cuando era entrenador. Meticuloso, conservador, detallista: un mundo lo separó siempre de Diego, libertario dentro y fuera de la cancha. A diferencia del Doctor, Maradona siempre necesitó el cobijo del sentimiento, arroparse en el corazón de la gente. La pelota nunca fue lo más importante: es una estrella mundial que subsiste con el calor, la adoración de sus fieles. Algo de eso disfruta hoy, en Gimnasia LP, como DT. Algo de eso intentó disfrutar en su intenso y breve amor en Newell’s: cinco partidos oficiales.
Jorge Raúl Solari tenía una idea imposible: contratar a Diego. Sin club y con el deseo irresistible de vestirse otra vez de selección -el Mundial de Estados Unidos era un proyecto a largo plazo-, Maradona escuchaba ofertas. Argentinos, su primer amor. El San Lorenzo del Bambino, una sociedad que le seducía. El Indio era amigo de Ricardo Giusti -había sido su DT en Newell’s y en Independiente- y tenía cierta cercanía con Marcos Franchi, su representante. Y comenzó el operativo «seducción».
La ruta Buenos Aires-Rosario fue una pista de velocidad y adrenalina en esos días. Salían a las 8 de la mañana, se reunían, discutían y volvían a las 21, dos, tres veces a la semana. El Indio debió cambiar los horarios de los entrenamientos: las prácticas empezaban a las 6. Cuenta la historia que los referentes estaban un poco molestos por esta situación. Querían saber qué pasaba, verdaderamente. Entonces, Solari se reunió con el Tata Martino y el Gringo Scoponi y les dijo que Maradona (sí, Maradona) estaba a punto de firmar. Los dirigentes no sabían nada. En los diarios, sólo se mencionaba a los Bichos de la Paternal, al Ciclón y algún destino incierto del exterior, como hipótesis. Pero no: iba a ser del Parque.
Solari ensayaba tácticas -Newell’s no andaba de maravillas, tiempo después de Marcelo Bielsa-, mientras hacía números con Franchi. La ecuación fue simple: iba a ganar un 40 por ciento más que Martino, el mejor pago del plantel. Y contratos por partidos amistosos en el exterior, y posiblemente ser parte de los siguientes partidos de verano, por ese entonces, de valor superlativo.
Giusti lo asumió: «El Indio me pidió una reunión con Diego y entonces, yo llamé a Franchi. Se entusiasmó, sobre todo por la posibilidad de ver la cancha llena todos los domingos, sentir ese afecto. Fue una revolución». Las cumbres se hacían en un departamento que Diego tenía sobre la Avenida del Libertador.
«Y Diego habló con su representante y le dijo que quería que les dieran un buen premio a los muchachos. Si para ese entonces a los jugadores se le daban 1000 pesos por partido, habría que darle 2000. Los dirigentes aceptaron inmediatamente todo, porque el contrato era una papa. Lo que Diego quería era ponerse en forma, estar en un equipo para poder participar en el próximo Mundial», sostuvo Solari tiempo atrás.
Predecesor de Eduardo López, Walter Cattaneo, el presidente, no quería saber nada. Pero Diego ya estaba en camino. El aeropuerto fue un desborde. Como siempre, estaba acompañado por su padre, su mujer y Dalma y Gianinna. El 9 de septiembre de 1993 firmó su contrato y el lunes 13 fue presentado en una práctica abierta a la que asistieron 40.000 personas. Parecieron, al menos, 10.000 más.
La fecha había sido todo un símbolo: una semana después del derrumbe de la Argentina en el Monumental. El 5-0 de Colombia, el ballet de Valderrama y Asprilla. Habían pasado 8 años, 10 meses y 8 días para que Diego volviera a la Argentina. Fue una suerte de terremoto que excedió a Newell’s: hasta hubo hinchas con banderas de Central en aquella presentación, imposible de imaginar en estos días.
«No sabíamos qué preparar, qué hacer en los entrenamientos y antes, en el partido de presentación, con las banderas y todo lo demás. Les digo a los muchachos que estaban conmigo, Salvador Capitano y Juan Rossi: ‘Cuídenlo, no sea cosa que lo empiecen a tirar para arriba entre varios.’ Yo estaba en la mitad de la cancha mirando para el lado del museo. y ¡lo empezaron a tirar para arriba!», sufría Solari. No se lesionó, pero nunca estuvo en plenitud física. Sobre el césped, la cabeza volaba, pero las piernas trotaban.
Y siempre a tono con alguna frase ocurrente. «Mi historia con Newell’s es cuando estás con una mujer 20 horas y no pasa nada y estás con una mujer 20 minutos y te quedas hipnotizado. Como diciendo, ‘quiero volver’. Y yo a Newell’s quiero volver», aseguró, años atrás.