Cuando nació lo abandonaron en un convento. A los dos años, sufrió un accidente que casi lo mata. Sin embargo, pudo triunfar en el fútbol
Era el monstruo del convento. De él se reían, a él lo burlaban. Le decían Quasimodo. Su respuesta era el silencio y el llanto a solas en algún rincón en el que nadie lo podía mirar. Franck Ribery ya tenía más de cien puntos cosidos en su cara y en su historia. Un accidente automovilístico lo había puesto en la cornisa de la muerte a los dos años. Antes, cuando nació, sus padres biológicos lo habían abandonado en el convento de las monjas que lo cobijaron. Nadie, salvo él, conocía su destreza ni su virtud: jugaba a la pelota mejor que todos y tenía una tenacidad que no le cabía en el cuerpo.
Aprendió de los dolores y de los desplantes. Su vida se hizo una lucha, una búsqueda entre tropiezos. Tres décadas después del abandono, en 2013 la UEFA dijo que fue el mejor de todos los futbolistas de Europa. Sí, Ribery -aquel chico víctima, esta estrella universal- les ganó a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo. En el medio, entre aquellos días bravos y una carrera de luces, se construyó a sí mismo a pesar de todo y de todos.
Era el monstruo del convento. De él se reían, a él lo burlaban. Le decían Quasimodo. Su respuesta era el silencio y el llanto a solas en algún rincón en el que nadie lo podía mirar. Franck Ribery ya tenía más de cien puntos cosidos en su cara y en su historia. Un accidente automovilístico lo había puesto en la cornisa de la muerte a los dos años. Antes, cuando nació, sus padres biológicos lo habían abandonado en el convento de las monjas que lo cobijaron. Nadie, salvo él, conocía su destreza ni su virtud: jugaba a la pelota mejor que todos y tenía una tenacidad que no le cabía en el cuerpo. Aprendió de los dolores y de los desplantes. Su vida se hizo una lucha, una búsqueda entre tropiezos. Tres décadas después del abandono, la UEFA dice que es el mejor de todos los futbolistas de Europa. Sí, Ribery -aquel chico víctima, esta estrella universal- les ganó a Lionel Messi y a Cristiano Ronaldo. En el medio, entre aquellos días bravos y este presente de luces, se construyó a sí mismo a pesar de todo y de todos.
Su cara cuenta las durezas que atravesó. El lo sabe. Y por eso jamás quiso hacerse ninguna de esas operaciones que pretendían ocultar las huellas. Suele decir que esas marcas forjaron su personalidad. A su apodo inevitable lo trajo el destino: el año de su nacimiento, 1983, se estrenó Scarface, el film dirigido por Brian De Palma y protagonizado por Al Pacino. Y ahora, el mundo del fútbol lo conoce también por ese nombre nacido de sus cicatrices. En la niñez era un monstruo despreciado; ahora -crack del Bayern Munich que arrasa- es un monstruo imparable para cada defensa entera que frente a él se para.
Del convento lo echaron por revoltoso. Se quería ir, de todos modos. Prefería jugar al fútbol en las calles desprotegidas de Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia. Otra cuestión del destino: no podría haber nacido en otro espacio de Francia. La región de Pas de Calais -tal como retrata la película Bienvenidos al país de la locura- es un territorio de realismo mágico, de superhéroes incomprendidos, de preciosos locos. Y allí, en aquellos tiempos en los que el fútbol profesional se parecía a una lejanía insoportable, Ribery trabajaba como albañil a cambio de poco dinero. Estaba construyendo su presente, pero sobre todo su futuro.
Los primeros pasos como futbolista los dio en la Union Sportive de Boulogne Côte d’Opal, el equipo de su vecindario. Aquel comienzo lo fue alejando de los ladrillos y el cemento en balde. Jugó dos años en el club, luego pasó sin maravillas por Alès, Brest y Metz. En 2004, llegó al fútbol de Turquía, con la camiseta del Galatasaray. El primer salto lo dio al año siguiente: lo contrató el Olympique de Marsella, se destacó y fue citado por primera vez al seleccionado de su país, con el que resultó subcampeón en el Mundial de Alemania. Tras dos buenas temporadas, encontró su equipo en el mundo: el Bayern Munich. Allí llegó en 2007 y desde entonces no para de ganar y de resultar decisivo. Fueron once títulos en seis años, incluida la reciente Supercopa de Europa ante el Chelsea. Y va por más, parece.
En la historia de Franck hay un personaje clave: su esposa, Wahiba Belhami. Escribió en días recientes el periodista Alvaro del Río, en el diario La Razón de España: «Sin ella, el futuro de Franck Ribéry se habría escrito con otras letras. La carrera deportiva del turbulento futbolista francés hubiera tomado, seguramente, otros derroteros. Y hasta hubiera podido llegar a descarrilar. Wahiba, su mujer, no sólo es su primera y más fiel seguidora. También el necesario pilar del jugador». Se conocen desde los días complicados de la adolescencia, en Boulogne. Por amor, él se convirtió a la religión musulmana y hasta cambió de nombre: para el Islam él es Bilal Yusuf Mohammed. Por amor, ella le perdonó una infidelidad que se transformó en escándalo y hasta eje de un libro que cuenta la vida privada del futbolista (La cara oculta de Franck Ribery, de los periodistas Matthieu Suc y Gilles Verdez). Por amor, se reconstruyeron a sí mismos.
https://www.youtube.com/watch?v=OFrFgFFNti8&feature=youtu.be