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A medio siglo del Nobel en Química de Leloir, un hito para la ciencia argentina


Hoy, hace exactamente 50 años, la Academia Sueca comunicaba la distinción con el máximo galardón al médico argentino

En la mañana del 27 de octubre de 1970, hace exactamente hoy medio siglo, el país se desperezaba con una noticia tan alentadora como imprevista. La Real Academia de Ciencias de Suecia comunicaba que un médico argentino, el doctor Luis Federico Leloir, había sido distinguido con el Premio Nobel de Química en reconocimiento a sus investigaciones centradas en los nucleótidos de azúcar, y por el rol que estos cumplen en la fabricación de los hidratos de carbono.

En aquel año, la noticia sorprendió a la enorme mayoría de los argentinos, por cuanto el nombre y la actuación de este médico recibido en la Universidad de Buenos Aires era prácticamente desconocida por fuera de los ámbitos académicos, aunque se tratara de un investigador firmemente ligado a otro argentino notable, como lo era Bernardo Houssay, también distinguido anteriormente con el premio Nobel.

Aquella mañana de hace 50 años, en sus fundamentos, la Academia sueca resaltaba sobre el trabajo del doctor Leloir que “pocos hallazgos han tenido tanto impacto sobre la investigación bioquímica. Su labor y la que él supo inspirarnos brindaron un conocimiento real en el amplio campo de la bioquímica, donde anteriormente teníamos que conformarnos con vagas hipótesis. Una serie extraordinaria de descubrimientos cuyos méritos han revolucionado ahora nuestros conocimientos”.

Las crónicas de la época describen que fue a las ocho de la mañana de aquel 27 de octubre de 1970 cuando llegó a la casa del doctor Leloir la noticia de que había sido distinguido con el Premio Nobel de Química; y que sus familiares eran los más excitados con la noticia, pero no él, que con toda naturalidad se vistió con calma, desayunó con los suyos y condujo el automóvil hasta el laboratorio porteño donde trabajaba, pero donde también lo aguardaban numerosos colegas, un importante cerco periodístico y un señor muy pulcro que con acento extranjero le dijo “yo debería haber sido el primero en darle la noticia, soy el embajador de Suecia”.

Cuentan que el doctor Leloir aceptó los saludos y parecía tranquilo, pero que su forma de hablar denotaba la emoción que lo embargaba. Casi dos meses después, el 10 de diciembre de ese mismo año, en la sala de conciertos de la Real Academia de Ciencias de Suecia, el Rey Gustavo Adolfo le entregaba la medalla y el diploma.

Si bien Leloir llevó a la ciencia argentina a lo más alto a nivel mundial, una causa fortuita, originada en la salud de su padre, hizo que él naciera en realidad en París el 6 de septiembre de 1906, y que allí transcurrieran los primeros dos años de su vida, aunque de regreso en Buenos Aires, donde su familia poseía grandes extensiones de campo y se dedicaba a actividades agropecuarias, adoptó la ciudadanía argentina.

Tras completar sus estudios primarios y secundarios, en el año 1932 se graduó como médico en la Universidad de Buenos Aires, y se integró al plantel del Servicio de la Cátedra de Semiología y Clínica Propedéutica que funcionaba en el Hospital Nacional de Clínicas.

Sin embargo, en aquel momento, según él mismo sostuviera en su autobiografía, sintió que no estaba satisfecho con lo que hacía por los pacientes, y decidió dedicarse a la investigación científica, integrándose al Instituto de Fisiología que dirigía Bernardo Houssay, quién se convertiría en su amigo y maestro.

Fue justamente a propuesta de Houssay que para desarrollar su tesis de doctorado estudió sobre “las glándulas suprarrenales en el metabolismo de los hidratos de carbono”, tesis que resultó ganadora del Premio de la Facultad de Medicina de Buenos Aires en 1934.

En 1947 ingresó con el cargo de director a la Fundación Campomar -hoy Fundación Leloir- en la que volcó, hasta su muerte en 1987, todos sus conocimientos. “La bioquímica y yo nacimos y crecimos casi al mismo tiempo -recordaba Leloir- he presenciado su maravilloso desarrollo y el haber contribuido a él, aunque en forma modesta, es para mí un motivo de placer”. Aunque su contribución, en realidad y según atestigua la ciencia mundial, fue enorme.