Por: Diego Añaños
Existe un argumento, casi podríamos decir que ya naturalizado, que sostiene que el Estado es inmanentemente corrupto e ineficiente, y por lo tanto incapaz de gestionar cualquier actividad. Obviamente, incluso los más extremos, suponen que aún existen un puñado de funciones mínimas a las que debería limitarse, como la seguridad interior, la defensa, la administración de la justicia y el manejo de las relaciones internacionales. De más está decir que la Economía queda absolutamente por fuera de las incumbencias estatales. Si bien no siempre se dice explícitamente, se presume que las relaciones económicas son previas a la constitución de la estatalidad, y por tanto cualquier intromisión del mismo altera el “normal”, o si quieren el “natural” funcionamiento de la economía, introduciendo perturbaciones que no permiten la asignación eficiente de los recursos.
No importa si es Milei, en las orillas del libertarismo, o Cachanoski en los márgenes de un liberalismo vernáculo, ramplón y berreta, los comentaristas mediáticos prodigan sus críticas condenatorias al Estado, y reclaman por la libertad de trabajar, comerciar y producir. Desde las versiones más sofisticadas hasta el outlet doctrinario del main stream periodístico, se alimenta el sentido común argentino que reniega del Estado en todas sus expresiones. Ese mismo sentido común que desde la cola de un supermercado, o en un asado después del fútbol da lecciones acerca de cómo habría que hacer las cosas, mientras comparte sus temores frente a la avanzada chavista en el continente.
Esos haters seriales de la maquinaria estatal, son los mismos que sufren diariamente diariamente la pésima calidad de los servicios de internet, televisión por cable o telefonía móvil. Los mismos que soportan las colas en los bancos, que esperan los colectivos pacientemente (o impacientemente), los que mueren de odio cuando deben recurrir a la garantía de un producto y los atiende un joven centroamericano desde un call center en los EEUU sin darles una solución a sus problemas. Los mismos que viajan en colectivos de larga distancia olorientos y en pésimas condiciones de mantenimiento, a pesar de haber pagado el pasaje sin chistar. Esos mismos son los que hoy, cuando escuchan que el gobierno interviene a Vicentín y envía un proyecto al Congreso Nacional para su expropiación, sacan a pasear obscenamente sus infundados temores de que un Estado autoritario y colectivista les quite el terreno el Monje o el auto que están pagando en cuotas.
Claro, su miedo, inoculado pacientemente desde los sectores más concentrados del capital nacional e internacional a través del discurso canónico de los medios masivos de comunicación, no les permite ver qué es Vicentín en realidad: una empresa privada que es la muestra patente de lo que sucede cuando, a una administración ineficiente y corrupta, se le suma un Estado incapaz de regular el funcionamiento de los mercados. Repito: una administración ineficiente y corrupta, tal vez tan ineficiente y corrupta como el Estado que imaginan sus atormentados cerebros.
Destaco un hecho curioso: si nos tomamos la molestia de prestar un poco de atención, nos vamos a encontrar con que absolutamente nadie defienda a Vicentín. De hecho, si siquiera sus pares, aquellos que deberían empatizar aunque sea por mera solidaridad corporativa, le tienden una mano a la empresa. Basta citar las declaraciones de Daniel Nasini, presidente de la Bolsa de Comercio de Rosario aparecidas en el diario Página 12, entre otros. “Si hay algo que sorprende es la declaración de stress financiero. Ningún directivo de Vicentín se acercó a la Bolsa. Se les pidió información y las respuestas fueron dilatorias”, a la vez que aseguró: “Indudablemente hay una negación a dar explicaciones”. Finalmente, y para ponerle el último clavo al ataúd sentenció: “Vemos que diversificaron mucho las inversiones en otros negocios; tal vez sea eso, mal manejo de la empresa, para no pensar mal y que hubo fuga”. Sorprendente la sorpresa de Nasini, cuando las maniobras de la empresa eran conocidas, y aquellos que conocen el ambiente, dicen a quién quiera escuchar que la caída de la empresa, era sólo cuestión de tiempo, algo similar a lo que ocurrió con BLD. Hoy Vicentín debe alrededor de U$S1.350 millones, difícilmente cueste la mitad de esa cifra.
Como decíamos, nadie se atreve hoy a defender a Vicentín, ya que propios y extraños están convencidos de que las pruebas son suficientes como para demostrar no sólo la falta de capacidad en la gestión comercial, sino también las maniobras fraudulentas de las que se valió la empresa. Sin embargo, por más que todas las evidencias muestren que la gestión PRIVADA fracasó estrepitosamente, lo único que escuchamos en la mayoría de los medios, es una sonora advertencia ante lo que describen como el avance silencioso de un Estado Autoritario.