El prestigioso y laureado escritor Mario Vargas Llosa ha cuestionado al gobierno israelí en duros términos. En su habitual columna del diario La Nación ha sostenido que no se debe celebrar la decisión de Donald Trump de reconocer a la histórica ciudad como capital del Estado judío.
Mientras Ivanka Trump, envuelta en un vaporoso vestido que daba que hablar a los presentes, descubría la placa inaugurando la flamante embajada de Estados Unidos en Jerusalén, el ejército israelí mataba a balazos a 60 palestinos y hería a 1700 que, lanzándole piedras, trataban de acercarse a las alambradas que separan Gaza del territorio de Israel. Ambos acontecimientos no coincidían por azar, el último era consecuencia del primero.
La decisión del presidente Trump de reconocer a Jerusalén como la capital de Israel, anunciada en su campaña electoral, rompe 70 años de neutralidad de Estados Unidos. Este, al igual que sus aliados en Occidente, sostenía hasta ahora que la capitalidad de Jerusalén, reclamada tanto por palestinos como israelíes, debía decidirse en el acuerdo entre ambas partes que contemplara la creación de los dos Estados que coexistirían en la región. Aunque la teoría de los dos Estados todavía asoma a veces en boca de los dirigentes de ambos países, nadie cree ya que aquella fórmula sea todavía factible, dada la política expansionista israelí, cuyos asentamientos en Cisjordania siguen devorando territorios y aislando cada día más a los pueblos y ciudades que conformarían el Estado palestino. De existir, este sería en la actualidad poco menos que una caricatura de los bantustán de Sudáfrica de los tiempos del apartheid.
El presidente Trump afirmó que su decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel era «realista» y que, en vez de obstaculizar el acuerdo, lo facilitaría. Es posible que no solo lo haya dicho sino, en su formidable ignorancia de los asuntos internacionales sobre los que opina a diario de manera tan poco responsable, lo crea. Pero dudo que lo crean muchos más que él y el puñado de fanáticos que aplaudió a rabiar cuando Ivanka desveló aquella placa y Bibi Netanyahu, con lágrimas en los ojos, exclamó: «¡Qué glorioso día!». En verdad, Trump abrió la caja de los truenos con esta medida y, además de la confusión y el desconcierto en que sumió a sus aliados, provocó en gran parte la cruel y estúpida matanza que se ha venido a añadir al suplicio que es ya, desde hace tiempo, la vida para los desdichados habitantes de Gaza.
La creación de los dos Estados que convivieran en paz era la fórmula más sensata para poner fin a esa guerra larvada que existe desde hace 70 años en el Medio Oriente y eso lo creyeron muchos israelíes durante mucho tiempo. Por desgracia, en tiempos de Arafat, los palestinos rechazaron un proyecto de paz en el que Israel hacía concesiones notables, como devolver buena parte de los territorios ocupados y aceptar que Jerusalén fuera compartida como capital de Israel y de Palestina.
Desde entonces, ese enorme movimiento de opinión pública israelí que quería la paz fue encogiéndose y creciendo el número de quienes, como Sharon, pensaban que la negociación era imposible y que la única solución vendría solo de Israel y sería impuesta a los palestinos por la fuerza. Y hay mucha gente en el mundo, como Trump, que así lo cree y está dispuesta a apoyar esta política insensata que nunca resolverá el problema y seguirá llenando de tensión, sangre y cadáveres el Medio Oriente.
Este proceso es el que ha hecho factible un gobierno como el que preside Netanyahu, el más reaccionario y prepotente que haya tenido nunca Israel, y seguramente el menos democrático, pues, convencido de su superioridad militar absoluta en toda la región, hostiga sin tregua a sus adversarios, les roba cada día un poco más de territorios y, acusándolos de terroristas y de poner en peligro la existencia del pequeño Israel, los tirotea y los hiere y asesina a mansalva con el menor pretexto.
Quisiera citar aquí un artículo de Michelle Goldberg sobre lo ocurrido en el Medio Oriente, que apareció en The New York Times el 15 de mayo, y que lleva el título de «Un grotesco espectáculo en Jerusalén». Describe con detalle la fantástica concentración de extremistas israelíes y fanáticos evangelistas norteamericanos que festejaron la apertura de la nueva embajada y la bofetada que fue para el pueblo palestino esta nueva afrenta infligida por la Casa Blanca. La autora no olvida la intransigencia de Hamas, ni el terrorismo palestino, pero también recuerda la condición indescriptible en que están condenados a vivir los habitantes de Gaza. Yo lo he visto con mis propios ojos y sé el grado de abyección en que sobrevive a duras penas esa población sin trabajo, sin comida, sin remedios, con hospitales y colegios en ruinas, con edificios derrumbados, sin agua, sin esperanza, sometida a bombardeos ciegos cada vez que hay un atentado.
La señora Goldberg explica que el sionismo ha sufrido en la opinión pública mundial con la derechización extrema de los gobiernos israelíes y que una parte importante de los judíos de Estados Unidos ya no apoya la política actual de Netanyahu ni a los pequeños partidos religiosos que le dan la mayoría parlamentaria. Creo que esto vale también para el resto del mundo, para millones de hombres y mujeres que, como yo mismo, se sentían identificados con un pueblo que había levantado ciudades modernas y granjas modelo donde solo había desiertos, creado una sociedad democrática y libre, y en la que un sector muy importante quería verdaderamente la paz negociada con los palestinos. Ese Israel por desgracia ya no existe. Ahora es una potencia militar, sin duda, y en cierta forma colonial, que solo cree en la fuerza, sobre todo en estos días, gracias al apoyo del país más poderoso de la Tierra encarnado en el presidente Trump.
Todo ese poder no sirve de gran cosa si una sociedad se perpetúa en el quién vive, esperando atacar o ser atacada, armándose cada día más porque se sabe odiada por sus vecinos e incluso por sus propios ciudadanos, exigiendo a sus jóvenes que pasen tres años en el ejército para asegurar la supervivencia del país y seguir ganando las guerras, y castiga con ferocidad y sin tregua, a la menor agitación o protesta, a quienes no cabe otra culpa que la de haber estado allí, desde hacía siglos, cuando empezaron a llegar los judíos expulsados de Europa después de las atroces matanzas de los nazis. Esa no es una vida civilizada ni deseable, vivir entre guerras y matanzas, por más poderoso y fuerte que sea un Estado.
Los verdaderos amigos de Israel no deben apoyar la política, a largo plazo suicida, de Netanyahu y compañía. Es una política que está haciendo de ese país, que era amado y respetado, un país cruel y despiadado con un pueblo al que maltrata y avasalla mientras, al mismo tiempo, se proclama una víctima de la incomprensión y del terror. Eso ya no es cierto, si es que alguna vez lo fue.
Tengo muchos amigos en Israel, sobre todo entre sus escritores, y he defendido muchas veces su derecho a la existencia, bajo fronteras seguras, y, sobre todo, a que encuentre una manera pacífica de coexistir con el pueblo palestino. Me honra haber recibido el Premio Jerusalén y me alegra saber que ninguno de mis amigos israelíes participó en ese «grotesco espectáculo» que protagonizó la estilizada Ivanka Trump desvelando aquella placa, y estoy seguro de que todos ellos han sentido tanta tristeza e indignación como yo por la matanza en las alambradas de Gaza. Ellos representan un Israel que parece desaparecido en estos días. Pero esperemos que vuelva. En nombre de ellos y de la justicia, hay que proclamar a todos los vientos que no son los palestinos quienes representan el mayor peligro para el futuro de Israel, sino Netanyahu y sus secuaces y la sangre que derraman.