Por Carlos Duclos
Promediaba el mes de septiembre del año 1955 y un obrero del Sindicato de la Carne, en la ciudad de Rosario, despertó a su esposa y a su pequeño hijo de 6 años y dijo palabras más, palabras menos, sin vueltas y resuelto: “Me llamó mi hermano desde Buenos Aires, me dice que tenemos que ir a la Plaza a defender al general porque los traidores al pueblo lo quieren derrocar”. Y hacia allá fueron.
Aquel pequeño chico que de Perón y de revolución no sabía nada, a varias cuadras de la Plaza de Mayo aguardó durante horas, junto a su madre, que su papá, honrado trabajador de la carne, regresara de la movilización. Brutalmente, sin piedad alguna, los traidores a la Patria y al pueblo arrojaron bombas sobre los seres humanos que se movilizaban en defensa de Perón y que tenían como arma solo la lealtad y la convicción. Aquel fue un cruel y deleznable asesinato en masa de inocentes. Afortunadamente el papá regresó, llorando, desarmado, golpeado en el cuerpo y en el alma, pero regresó.
Después siguieron las barbaridades de la “Libertadora”, la venganza repudiable de los comandos civiles integrados por personas de diversos partidos políticos, los fusilamientos de inocentes, los allanamientos de viviendas, como la del dirigente gremial de ATE, Manuel Chaves, a quienes mataron sin piedad no sin antes que los comandos civiles, integrados por “demócratas” políticos opositores, violaran a su esposa, ante la pasividad de los libertadores de la Armada Argentina. Luego de cometido el atroz hecho, que pocos quieren recordar, con fuego de metralla asesinaron a Chaves frente a la mujer violada y sus cuatro hijos.
Decían que Perón era un dictador, un déspota, un tirano que había ordenado la quema de iglesias, hecho que no está probado y que, en esta colonia manejada muchas veces por Departamentos de Estados y embajadas, con seguridad fue una acción pergeñada para acusarlo. Para los imperios, los Perón nunca fueron convenientes y sí peligrosos enemigos.
Perón se fue al exilio, aquel niño del que se habla en esta columna creció, se hizo obviamente peronista. Se hizo peronista por diversas razones: porque nunca olvidó las convicciones de su padre, su lealtad y su coraje; porque pudo mudarse de un destartalado conventillo en el que pasó su sufrida infancia a una casa más o menos digna gracias al gobierno peronista; porque pudo educarse y saber que la doctrina económica peronista se basaba en los principios cristianos (y no solo cristianos) que él había mamado desde chico: la economía al servicio del ser humano.
Aquel chico se hizo peronista, sí, pero de Perón, porque después, cuando el general murió aquel primero de julio, peronistas de Perón fueron quedando pocos. Vinieron bandidos que se hicieron peronistas de ellos mismos, tránsfugas que mancharon con sus actos las figuras de Perón y de Eva, que las utilizaron para sus fines asquerosos y hasta violentos. Después llegaron los que no eran peronistas, pero que se disfrazaron de ello porque observaron que por la vía del Partido Justicialista alcanzarían el poder, hecho que no podrían lograr por otra vía.
Después de años de exilio y esperanza, el general regresó al país. Era otro general, otro Perón, muy cambiado. El tiempo, la vida y la distancia lo cambia todo y cambia a todos, aun a los más duros. Perón regresaba con la idea de la unidad nacional, con el propósito de terminar con la larga y fatídica historia de divisiones, muertes y tragedias. En la misma senda estaba Ricardo Balbín, ese dirigente radical que había sido su feroz adversario, pero que en el último tramo de su vida también había comprendido lo que la estupidez y las pasiones juveniles no dejan ver. Los hombres inteligentes en la vejez suelen hacerse sabios.
Pero los traidores de uno y otro signo, los que servían a los imperios del este y del oeste y a sus propios imperios, no permitieron la fórmula Perón-Balbín. Aquel chico de nuestra historia siempre intuyó, por las palabras del viejo líder antes de morir, que se iba con el regusto amargo del sueño incumplido. Perón estaba sin fuerzas, enfermo, viejo, cansado. Además, los traidores de propio signo le habían asesinado a parte de su ser, al dirigente gremial José Ignacio Rucci. Ese fue un golpe que Perón no pudo superar jamás. Un Rucci que era peronista, pero de Perón, de la Patria, y no de maculados intereses económicos o ideológicos. Un Rucci que no servía a los imperios
La muerte de Perón, ese Perón que no caben dudas en el pasado se había equivocado muchas veces mientras ejerció el poder (¡¿Y quién no?!), pero intentaba el camino de la pacificación nacional, le significó al país otra tragedia: un baño de sangre.
Aquel soldado que lloró desconsoladamente ante el paso del féretro del general y cuya imagen se reproduce aquí, intuía que no solo moría el líder, sino que moría la esperanza de una Patria mejor. Y así fue, sin dudas, porque después sobrevino la dictadura, las muertes, el odio que los antipatriotas han sembrado y que reina hasta nuestros días. Y la economía al servicio del hombre, sigue siendo un sueño. Un sueño que no muere, que tal vez esté solo, pero que espera su momento.