Opinión

Por Carlos Duclos

Existencialismo: entre la soledad, el dolor y el pecado para poder seguir


 Por Carlos Duclos

El dolor, la desolación, la desesperación del ser humano desprotegido, olvidado, apartado y arrojado sin consideración a la miseria espiritual y material, invitan a veces a éste a tomar en su vida un camino equivocado, comúnmente conocido como “pecado”;  es decir un pensamiento, una palabra o una acción que va en contra de los principios éticos, morales o de la virtud. Lo hace, no por placer, no por voluntad pensada y aceptada, sino por la desesperación que atrapa a quien está en el mismo  borde del abismo existencial.  

Dos hechos significativos en la historia de la humanidad, entre tantos otros, se alzan como paradigmas eventuales. Eventuales, es decir que se produjeron por un lapso corto de tiempo luego del cual los protagonistas retomaron el cauce normal de sus destinos: la adoración del pueblo hebreo de un ídolo de oro en el desierto, y el “cuestionamiento” de Jesús a Dios en la cruz cuando le clama y le reclama: “¿por qué me has abandonado?”

Los dos sucesos son harto conocidos. Moisés sube al Monte Sinaí, se demora, no desciende, y los israelitas son presa del abandono, del temor y de la soledad. Ese pueblo que marchaba con esfuerzos y penurias, pero con esperanza, hacia la libertad, de pronto se ve en medio del desierto solo, creyéndose abandonado por el Dios en quien confiaba y por el líder que los guiaba. Un vacío existencial en aquella vastedad, en semejante nada, se apodera del pueblo. Hay un sentimiento de… ¡estamos solos!, agudo y profundo. Como tal sentimiento no puede mitigarse, deciden llenar ese hueco con un dios falso, un becerro de oro al que adoran. Un pecado.

En la cumbre del Sinaí Dios se enoja, le dice a Moisés que baje, y le advierte que castigará a los israelitas por lo que han hecho. ”¡Qué pronto se apartaron de la forma en que les ordené que vivieran!”, le dice la divinidad al más grande de los profetas y adelanta un castigo. Sin embargo, Moisés le manifiesta palabras con las que procura justificar de alguna manera la acción de su pueblo y obtener el perdón divino. No es fácil sentirse abandonado en el desierto, es devastador. “Abandona tu ira feroz,  ¡cambia de parecer en cuanto a ese terrible desastre con el que amenazas a tu pueblo!” le manifiesta Moisés a Dios. Éste lo escucha y cambia de parecer.  El final es conocido, el pueblo de Israel retorna a su fe y alcanza la Tierra de Promisión.

Jesús hombre, en la cruz, siente el mayor de los dolores, en lo físico y espiritual. Los tormentos lo agobian, la soledad lo aniquila, el abandono lo desespera y exclama con un tono agónico de asombro y de reproche: “¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” Ahí está: colgado, muriendo y solo. No le queda más que una pregunta pecaminosa: ¿por qué me abandonaste?

El reconocido teólogo y exegeta, padre Raymond Brown, dice al respecto que es un “grito de protesta contra el abandono arrancado de un Jesús completamente abandonado que ahora está tan aislado y distanciado que no usa “Padre” en su lenguaje, sino que habla como su más humilde sirviente” (Dios mío)

 Está claro que la divinidad no le tiene en cuenta esa suerte de reproche, esa protesta, a ese Jesús sacerdote según el orden de Melquisedec, Gran Rabino, Mesías para los cristianos, Enviado de Dios. La resurrección es la prueba.

Cuando la soledad todo lo inunda y la desesperación dirige las acciones del alma, el mal ofrece sus servicios y a veces estos son aceptados, porque después de todo: ¿no es más potente el deseo de compañía, la necesidad de paz interior y calma espiritual en el trance del tormento que cualquier otra cosa?

El pueblo elegido, ante la soledad, se siente abandonado y abandona a Dios. Jesús, hombre, en la misma tormenta del desierto, adolorido, le demanda a Dios que lo abandonó. Si tales personajes incursionan, aunque por un momento, en el error y la protesta ¿Cuánto menos podría aguardarse del hombre común sometido a la desprotección, al olvido, a la traición, a la acción injusta de sus semejantes que lo dejan solo en medio del desierto de la vida?

En los campos de exterminio nazis, reinaba entre los prisioneros muchas veces la ley de la jungla: “matabas o te mataban”, recuerda Harold Ledruinellec, un ex prisionero británico de Bergen Belsen ¿Quién se atreve a juzgar a esos hombres? Ni siquiera Dios, menos aún Dios. Porque en el límite de lo que puede el hombre, en el último milímetro de sus fuerzas, cuando la desesperación lo arrebata, el pecado sucumbe ante los ojos de la divinidad.

Hay por tanto una diferencia determinante entre el acto dañoso del ser que está frente a su devastación y no encuentra otra solución a su agonía que la de pecar para sobrevivir, y el pecado premeditado, pensado previamente, aceptado y ejecutado.  

Claro, quienes se ufanan de santos (que nunca faltan y que jamás lo son en razón de sus hipocresías) sostendrán que tal situación es inadmisible. Que es intolerable, por ejemplo, la prostitución de una mujer que no encuentra otro recurso más que el de vender su cuerpo para salvar al hijo.

El pecado en medio de la tribulación extraordinaria, está no en la acción en sí misma, sino en no decir alguna vez, atravesado el desierto: hice el mal que nunca quise. Era eso o extender mi tormento, aceptar mi muerte. Finalmente, Maquiavelo decía que en general, los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver, pero pocos comprenden lo que ven.