Por Bárbara Sette (*)
Alguna vez leí en las redes sociales que tener un hijo con autismo era como salir de vacaciones y que te cambien el destino al subir al avión. Estabas preparado para ir a la playa y de pronto el viaje fue modificado y terminaste en la montaña. Llevabas ropa de verano y poco abrigo y de pronto en tu horizonte solo había nieve y frío.
Tener un hijo con autismo es algo muy parecido, porque estabas preparado, por naturaleza o experiencia, a un tipo de paternidad, y de golpe te encontraste con esa personita, a la que amas más que a tu vida, con un desafío para el que la mayoría no estamos preparados.
Santi llegó en 2006 y tuvimos su diagnóstico a los dos años y medio porque no hablaba. Tenía algunos signos comunes a los niños con Trastorno Generalizado del Desarrollo dentro del Espectro Autista, como falta de lenguaje y poco juego simbólico, pero era un nene alegre, atento y sostenía la mirada.
Su primer neurólogo nos dijo que tal vez nunca hablaría, que quizá jamás podría ir a la escuela, que no iba a ser normal. De su diagnóstico lapidario solo agradezco la última parte, porque ni Santi ni yo somos normales. Santi me transformó y me dio una nueva razón de ser, inesperada, bendita. Su llegada, como el viento, reorientó las velas de mi existencia a una más comprometida, más solidaria, menos creída.
No soy una súper mama, tengo miles de defectos, pero por él y con él, me convertí en una mejor versión de mí misma, me transforme en guerrera, aprendí a ser solidaria, pude levantar la mirada de mi ombligo y enterarme que muchos sufrían, incluso más que yo. Y que podía hacer algo por Santi, por ellos y por mí. Si yo soy su primer soldado, él es mi primer maestro. Me enseñó que ninguno de nosotros tiene techo, que podemos lograr cosas maravillosas si creemos, que el esfuerzo vale la pena aunque termine en fracaso o intento. Aprendí a creer que un mundo mejor es posible, que una sociedad con espacios inclusivos es factible y que nunca hay que bajar los brazos. En eso estamos.
Hoy Santi habla, dice mamá, papá y doce mil palabras más, en inglés y en español, y me cuenta con detalle cómo ha sido su jornada. Está terminando la escuela primaria, sabe leer, escribir, sumar y restar, incluso fracciones (sabe mucho más que yo de matemáticas pero no le digan porque se agranda). Le gusta la tecnología, escribe en la computadora sin mirar las letras del teclado y conoce secretos de Youtube y Google que yo jamás hubiera pensado. Es curioso, inquieto, voraz y cariñoso. Hoy, a sus 13 años, los desafíos están cambiando y no puedo quedarme quieta, esperando, ansiosa por saber a qué nuevos desafíos deberemos enfrentarnos.
Aun en los días más difíciles, que los hay y no son pocos, siempre le agradezco a ese pedacito de mí que me haya elegido para ser su madre y su voz, y que él sea mi bandera. Si hay un Santi en tu vida, abrázalo fuerte, secate las lágrimas y dale las gracias, por cambiarte el ticket y subirte a un viaje que te va a transformar para siempre.
(*) Escritora. Mamá de Santiago, quien hoy tiene 13 años y a los dos fue diagnosticado con trastorno generalizado del desarrollo (TGD)- espectro autista.