Rubén Nardini vive en la vía pública debido a una claustrofobia severa. Descansa en la plaza San Martín y pasa sus días pidiendo ayuda en el microcentro de Rosario con el simple objetivo de cocinar para sus compañeros de calle
Por Gonzalo Santamaría
Su día comienza temprano. La puerta del Arzobispado de Rosario le da un lugar. Allí se sienta y apela a la solidaridad de cada persona que pase por calle Córdoba al 1600. Tiene una motivación para hacerlo. Se levanta puntualmente y cumple un horario. Lo toma como un trabajo y disfruta de hacerlo. Ya para el mediodía, se lo puede encontrar en la plaza San Martín, donde comienza su aventura: cocinar. Todo lo hace con una sonrisa en la cara. Luego, con la luna sobre su cabeza, se acomoda en un banco público y descansa para reponer energías y volver a su rutina a la mañana siguiente.
Así es un día de Rubén Horacio Nardini, de 48 años. Un neuquino de Cutral Có que hace tres años vive en Rosario y desarrolla su vida sobre las baldosas de la plaza San Martín.
“Estoy en la puerta del arzobispado, peleándola para poder salir adelante y trabajo conjuntamente con el Padre Ariel Barbero”, reveló el cutralquense a los micrófonos de CLG.
El neuquino contó que gracias a la ayuda propiciada por Barbero, pudo tener documentos y contactos con Desarrollo Social para obtener una pensión debido a su enfermedad. “Me está ayudando demasiado. Creo en Dios a mi manera, cada uno tiene su criterio”, declaró.
Es claustrofóbico y no puede permanecer en lugares cerrados. “Viajé toda mi vida. Por mi enfermedad viví siempre a la intemperie”, explicó con mucha holgura. A los cinco años perdió a su padre y a su madre, y desde aquel momento recayó en un instituto para tratar su enfermedad hasta los 18 años, cuando comenzó a recorrer el país.
Conoce cada rincón de la Argentina. También las costumbres y dialectos de distintas zonas. En su mochila nunca faltan ollas, platos, cubiertos y todo lo necesario para poder darle rienda suelta a la pasión por la gastronomía. “Siempre, mientras podía, le cocinaba a la gente”, narró Nardini con total orgullo.
“Por eso estoy con el Padre Ariel, cocino para la gente de la calle”, agregó y rápidamente hizo un pedido a la comunidad: “Necesitamos alimentos no perecederos, envasados al vacío o enlatados, para poder seguir cocinando”. Entre 18 y 20 personas, familias en la calle, son las que se acercan a buscar la comida de Rubén.
Aprendió a cocinar, como él mismo lo afirma, jugando. En el servicio militar conoció una forma muy peculiar de hacerlo: “Cocino dentro de una caja. Es una lata de arvejas vacía, con un trapo adentro y ladrillos alrededor. Ponés la caja y ahí cocinas tranquilamente con un fuego controlado”.
Se especializa en el asado a la olla o en el pollo relleno al plomo. En el preciso momento en que la charla se dirigía hacia el arte culinario apareció Juan Scioli, compañero del cocinero de la plaza. “Mientras yo exista, él va a ser el segundo”, bromeó Nardini sobre su compañero y sus habilidades para la cocina.
“Felicidad” y “orgullo” son las sensaciones que le produce a Rubén trabajar para llevarle un plato de comida a la gente en situación de calle. “Yo duermo en este banco. Tengo que vivir sí o sí al aire libre, pero puedo cocinar para los demás”, simplificó.
Reforzó su pedido de ayuda: “La gente tiene que entender que no tienen que meter a todos en la misma bolsa. Hay gente que te dice ‘¿por qué denigrás con tu pobreza?’. Tienen una ciudad tan grande y vienen a molestar acá”.
Radicado hace tres años en Rosario, dejó en claro que es la ciudad que más le gustó del país y piensa quedarse. “Estoy cansado de caminar las rutas y no quiero arriesgar mi vida”, lanzó y con un término muy deportivo, remató: “Llega un momento en el que tenés que colgar la mochila”.
Luego de las risas, se puso serio para explicar que tiene un proyecto junto al Padre Ariel para armar un comedor para chicos con enfermedades como la de Nardini, donde se les pueda enseñar a cocinar jugando.
“Que a ningún chico le falte la felicidad, la enseñanza sana y un juguete”, enfatiza. Rubén Horacio Nardini abre una puerta a la vida en la calle. Es un ciudadano más, al que le gusta cocinar, escuchar Dyango y bailar reggaetón. Él debe dormir en su banco de madera por problemas de salud, pero eso no le impide abrir su corazón y buscar ayudar. Y todo se debe a un pensamiento que se muestra utópico, y que apunta a todos los días intenta mejorar, desde su lugar, la vida de los demás.